Lunes 13 de Octubre de 2025 | Aguascalientes.

El estigma de la rehabilitación

Minerva Luz | 14/09/2025 | 00:25

Parece una pregunta tonta hasta cierto punto; si fuiste a rehabilitación es porque vas a salir normal, ¿no? Pero la realidad es que “salir normal” no es tan sencillo, ni claro, ni automático. En todo proceso de rehabilitación (sea por enfermedad emocional o adicción) siempre existe un margen de recaída que, muchas veces, los profesionales toman como inminente. Sin embargo, el estigma de ir a tratarse en un centro especializado tiene un papel crucial en el impedimento de llevar una vida normal después de la rehabilitación.

Es impresionante el peso que se pone en los hombros de una persona que necesitó ayuda profesional para ser un adulto funcional sin siquiera considerar todo lo que lo hizo llegar a ese punto. Se juzga, casi sin pausa, como si pedir ayuda fuera una falta irreparable, como si ya no hubiera retorno posible. No se cuenta lo que vivió, lo que sufrió, lo que perdió, se omite lo que lo llevó hasta lo más profundo. Y luego se espera que vuelva “normal” y siga adelante como si nada hubiera pasado.

Comprendo que siendo adultos cada quien toma sus decisiones, pero es difícil hacer lo que socialmente consideramos correcto cuando creces en un ambiente hostil y carente de cariño. Cuando la idea de salir adelante es meterte a un cartel y adaptarte a que tu vida penda de un hilo. Cuando las jornadas laborales son de 14 horas y apenas se tenga tiempo para vivir. Cuando dormir es un lujo y respirar tranquilo un sueño. En esos contextos, tocar fondo es conectar con nuestra parte más corrupta y en ese momento, en realidad no se considera lo que nos haga bien, sólo lo que nos ayude a sobrevivir.

Ahí es cuando entra la familia. Meter a una persona a rehabilitación implica luchar con el amor que se le tiene a ese familiar, porque sabes que lo que viene no le va a gustar. La familia suele experimentar una mezcla de tristeza por querer salvar a una persona que muy probablemente ya no existe y la culpa por desear en silencio que esa situación termine, sea como sea. Me refiero a que la persona que conocemos ya no está; ha sido sustituida por alguien más lastimado, más herido. Y la familia, al intentar rescatarla, choca con tanto dolor escondido que muchas veces no sabe cómo acompañar.

Se entiende que para la familia es una víctima de las decisiones de alguien que se rindió ante sus instintos más hedonistas, pero ¿en realidad se busca que una persona reciba ayuda, o más bien que renazca un ciudadano ejemplar? Se exige que no falle, que no recaiga, que no vuelva a hablar de su pasado; que sea fuerte, responsable, productivo, agradecido. Pero no se da permiso para que dude, para que llore, para que se sienta frágil. Es como si dar una segunda oportunidad implicara que ya no tienes derecho a fallar. A recaer.

¿Cómo esperamos que la gente se rehabilite si el mero hecho de haber recibido ayuda es mal visto? Se firman carpetas de vergüenza, se esconden tratamientos, se ocultan historias. Se teme el qué dirán, se teme perder el respeto de los demás, se teme que lo relacionen con debilidad, con fracaso. Celebramos cada que alguien vence una enfermedad del cuerpo, pero castigamos cuando alguien luchó contra sus circunstancias. No debería causar vergüenza si alguien decidió cuidarse, enfrentar sus demonios, decidir sanar.

Y ¿qué significa “ser normal” realmente después de una rehabilitación? No significa olvidar lo vivido. No significa reemplazarlo con una fachada de perfección. Ser normal puede ser aceptar que hay días difíciles, aceptar que a veces hay recaídas, que a veces duele más; significa reconocer que esa persona tiene cicatrices, que lleva consigo aprendizajes, que ha cambiado, que a veces camina despacio, pero camina. Llevar una vida normal implica construir, poco a poco, rutinas saludables: dormir, comer bien, cuidar la mente, buscar apoyo si lo necesitas, rodearte de gente que entienda, que no juzgue.

También implica reconectar con uno mismo: recuperar pasatiempos, recuperar sueños, recuperar la capacidad de asombro. Y, sobre todo, tener paciencia. Porque no se vuelve normal de la noche a la mañana. Porque reconstruir la confianza, reconstruir el amor propio, reconstruir la relación con los otros y con uno mismo lleva tiempo. Tiempo para sanar lo visible, y tiempo, quizá mucho más largo, para sanar lo invisible.

El estigma, la vergüenza, la culpa: todo eso entorpece muchísimo ese camino. Quienes han pasado por procesos de rehabilitación cargan con una marca que no se ve, pero los siguen a donde vayan. Sienten que no valen, que lo que hicieron antes define lo que serán siempre. Que haya recaídas no significa fracaso, sino que el proceso continúa, que hay pendientes internos que tomar.

Para llevar una vida lo más cercana posible a una “vida normal”, es necesario generar espacios de apoyo: terapeutas, grupos de amigos verdaderos, espacios donde se pueda hablar sin tapujos de lo que pasó. Es imprescindible aprender a aplicar herramientas: manejar estrés, reconocer señales de crisis, pedir ayuda cuando sea necesario. Que la familia y quienes rodean entiendan que rehabilitarse no es olvidar, sino integrar lo vivido, transformarlo. Que no se trate de renunciar al pasado, sino de asumirlo como parte de la historia propia, y con ello construir algo nuevo.

Al final, llevar una vida normal después de rehabilitación no es volver a lo de antes, sino encontrar una nueva normalidad. Una normalidad más auténtica, más consciente, donde cada error pueda sanar, cada caída pueda levantarse, cada día pueda vivir con dignidad, no con temor. Porque la verdadera normalidad es la libertad de ser uno mismo con sus sombras, con sus luces y con su historia resignificada.