Hay momentos en que un país cree haber ganado estabilidad cuando en realidad ha perdido equilibrio. Confundir mayoría con mandato perpetuo es uno de ellos. La política presume eficacia: “ahora sí se puede gobernar”, “ya no habrá bloqueos”, “la gente votó por esto”. Tal vez. Pero la democracia no se mide solo por la capacidad de hacer, sino por la disposición de desoírse a tiempo. El contrapeso —ese arte modesto de tardar, corregir y discutir— no es un capricho de élites; es la distancia mínima entre la voluntad popular y el abuso institucional.
El poder que concentra, tarde o temprano simplifica la realidad: reduce la disidencia a “ruido”, el control constitucional a “técnica”, la crítica a “mala fe”. Y cuando todo cabe en esa narrativa, los incentivos cambian: más rentable que argumentar es aplaudir; más eficaz que convencer es disciplinar. La hegemonía, por definición, no necesita derrotar ideas: le basta con volver innecesario el debate. Ese es el punto de inflexión que deberíamos temer, más que cualquier reforma específica: el día en que el gobierno deja de escuchar porque siente que ya oyó bastante.
La independencia judicial —esa pieza incómoda que a veces frustra agendas legítimas— es un termómetro útil. Si los juzgadores se vuelven rehenes del humor mayoritario o rehúyen fallar contra los vientos dominantes, el mensaje es claro: la Constitución se volvió agenda. Y cuando la Constitución se vuelve agenda, la ley se convierte en trámite. No hacen falta escándalos para diagnosticarlo; basta observar pequeñas señales: nombramientos más atentos a lealtades que a méritos, procedimientos comprimidos al ritmo de coyunturas, y una conversación pública que, sin decirlo, aprende a premiar la lealtad por encima de la razón.
No somos ajenos a esta deriva: la construcción de una hegemonía exige, además de votos, una cultura política que la tolere. Ahí entramos todos. Aplaudimos la rapidez sin preguntar por el método; celebramos la “limpieza” sin preguntar por el detergente. Pero la democracia madura al paso de sus dudas: ¿qué pasa si mañana este mismo poder —o su espejo en la oposición— decide algo que nos incomoda? ¿Quién tendrá la fuerza, y el ánimo, para frenarlo?
No se trata simplemente de impedir reformas, sino de reinstalar reglas que garanticen su digestión: procesos de nombramiento con estándares verificables y contradicción real; calendarios que permitan escrutinio ciudadano; mecanismos de recusación robustos; transparencia que no sea espectáculo, sino dato. Y, sobre todo, un ethos de responsabilidad que recuerde a cada actor —Ejecutivo, Legislativo, Judicial— que su lealtad primaria no es con una causa, movimiento, partido o consigna, sino con la Constitución que habilita a todos y protege a cualquiera.
La gobernabilidad es valiosa; la gobernabilidad sin contrapesos es tentadora. Pero lo que se gana en velocidad suele perderse en legitimidad. A la larga, la eficacia que no sabe detenerse acaba derrapando. Y cuando derrapa el poder, nunca cae solo: arrastra derechos, silencios y, lo más grave, el futuro de quienes hoy aplauden.