De Patio Trasero a Campo de Tiro
Estamos a nada de llegar al punto de no retorno para hacer los ajustes más pertinentes —y menos costosos— a nuestra soberanía. Nuestro vecino del norte ya está definiendo el camino y eliminando los obstáculos legales, económicos y políticos para proceder con operaciones militares en suelo mexicano.
¿Qué pasa en realidad? La primera hipótesis es que tenemos un gobierno que no ha sabido —o no ha querido— aceptar su responsabilidad pública. Atado de manos, incapaz o temeroso de actuar, no enfrenta lo que el politólogo Norberto Bobbio describía como la coexistencia de un Estado visible, institucional y legal, con un Estado invisible o paralelo, dotado de poder real y legitimado por medios ilícitos. Este “segundo Estado” no figura en la ley, pero influye o controla decisiones clave, y en contextos como el nuestro, se confunde con la propia estructura política.
El tema de la seguridad ha llegado a una situación crítica, especialmente tras las recientes observaciones sobre una supuesta complicidad entre el gobierno federal, el crimen organizado y actores políticos de primer nivel dentro del movimiento de la Cuarta Transformación. Esta parálisis gubernamental está generando el escenario que Estados Unidos siempre sabe aprovechar: las crisis de seguridad.
En las últimas semanas, medios de comunicación estadounidenses han mostrado imágenes sensibles que comparan a los cárteles mexicanos con grupos terroristas de Medio Oriente. Quien conoce cómo opera la agenda setting puede identificar los patrones de construcción de una narrativa con un objetivo claro: obtener respaldo ciudadano y legislativo para una intervención, sea a pequeña o gran escala.
No es nada nuevo: es un modus operandi de larga data en la política exterior anglosajona. Ocurrió con Cuba en el conflicto que dio origen a la guerra hispano-estadounidense, con México en la guerra México-Estadounidense de 1846-1848, y más tarde en Irak, Afganistán, Vietnam, Haití (1915, 1994, 2004), Panamá (1989), Granada (1983), República Dominicana (1965), Chile (1973), Libia (2011), Siria (desde 2014) y Kosovo/Serbia (1999), todos bajo la narrativa de proteger intereses nacionales, defender la democracia o responder a supuestas amenazas.
En su primera administración, Donald Trump tuvo el obstáculo de la inexperiencia y la oposición política interna. Ahora, ha regresado al poder, sabe exactamente qué hacer y qué mecanismos institucionales e internacionales activar para lograr sus objetivos.
El proceso, como ya se vislumbra, sigue fases reconocibles:
1. Preparación del terreno legal, económico y administrativo.
2. Uso de los medios para posicionar la nueva narrativa.
3. Creación del pretexto: un insumo emocional capaz de llegar tanto a la razón de los demócratas como al sentimentalismo de los republicanos.
4. Culminación en un evento detonante que una a ambos partidos contra un enemigo común: México.
Es probable que en la frontera ocurra una tragedia que conmocione a la opinión pública y detone la exigencia de una intervención “quirúrgica” para, supuestamente, evitar daños colaterales. La respuesta del gobierno federal, si mantiene su patrón actual, será predecible: primero negar que las operaciones se estén llevando a cabo, luego contradecirse ante los informes estadounidenses, o finalmente aceptar la intromisión y proponer una “defensa popular” que sólo agravaría las pérdidas civiles.
La única salida razonable sería negociar un acuerdo de coordinación y comenzar una depuración profunda del sistema, lo cual implica ceder privilegios y prerrogativas que la corrupción ha defendido férreamente. Los políticos involucrados no renunciarán fácilmente y buscarán proteger su capital político y económico. La presidenta tendría que desmantelar al país para reconstruirlo, o enfrentará una crisis internacional que debilitaría aún más su posición de negociación. Proteger la soberanía y acabar con un movimiento político, o mantener el status quo y poner en riesgo la soberanía.
Esta situación no es azarosa. Podría afirmarse que la intención de nuestro vecino ha estado presente desde hace siglos, y que hoy se justifica, desde su perspectiva, por motivos de seguridad nacional, de protección de su mercado y por la necesidad de reafirmar su poderío como lo que aún se considera un imperio.
¿Qué debemos observar?
Debemos estar atentos al movimiento de capitales hacia México, a las señales de las embajadas y al eventual éxodo de políticos nacionales hacia el extranjero, pues indicaría que ya conocen lo que viene y buscan proteger sus intereses. Como dice el refrán: cuando el río suena, agua lleva.
Desde la perspectiva estadounidense, es clave seguir el desarrollo de su narrativa sobre México, la frontera y el cumplimiento de aranceles. Recordemos el episodio previo a la Guerra del Peloponeso, narrado por Tucídides, cuando los corcireos dijeron a los atenienses: “Si nosotros, en vuestra situación, hubiéramos recibido una proposición semejante, creemos que la hubiéramos aceptado y que vosotros no deberíais reprochárnoslo” (Historia de la Guerra del Peloponeso, I, 33).
Es un problema de idiosincrasia, y no sería extraño que la sociedad estadounidense apoyara acciones militares, guiada en parte por una interpretación distorsionada del darwinismo social muy común en su antropologia. Un ciudadano común con historia militar familiar dirá: “Si están dispuestos a pelear por su país, háganlo; si no, no se quejen de perderlo”. Entre finales de 2025 y principios de 2026 podríamos ver un nuevo San Jacinto: una confrontación breve, quirúrgica y bien calculada por el adversario, pero con efectos devastadores para la soberanía mexicana, como aquella derrota de apenas 18 minutos que selló la independencia de Texas.