Fue secuestrado en Avenida Colosio, una de las arterias más transitadas y presuntamente videovigiladas de Aguascalientes. Ni el tráfico constante ni las cámaras públicas impidieron que lo subieran a la fuerza a una camioneta. Cuando su madre solicitó las grabaciones, las autoridades respondieron que las cámaras no funcionaban. O que habían sido robadas. Como si los ojos del Estado se cerraran justo cuando más se necesitan. O como si nunca hubieran estado abiertos.
Meses después, fue localizado en un campamento del crimen organizado. Él y varios jóvenes más. Desorientados, golpeados. Rehenes no solo de sus captores, sino de un sistema que los prefiere ausentes, silenciados o culpables. Reclutados a la fuerza bajo el engaño de un trabajo bien pagado, fueron llevados a zonas de entrenamiento y adiestramiento criminal. Las madres los buscan, los encuentran y, al hallarlos vivos, el Estado los llama sicarios.
El proceso que les espera no tiene rostro, ni lógica. Como en la novela de Kafka, son acusados sin saber de qué, arrastrados por pasillos burocráticos, y juzgados antes de ser escuchados. Más de uno podría haber sido obligado. Pero en un país que confunde justicia con escarmiento, eso no importa. Importa el castigo. Importa que alguien pague. Importa que parezca que se hace algo, aunque ese algo sea sacrificar a los mismos de siempre.
El mito de Caín no es solo el relato del primer asesinato. Es también el relato del primer desplazado. Caín, marcado y errante, camina por la tierra con el estigma de lo imperdonable. Pero ¿qué pasa cuando no mataste a tu hermano, sino que naciste siendo el sospechoso? ¿Qué ocurre cuando llevas la marca antes de hacer nada? Hay jóvenes en este país que nacen ya culpables. Por su colonia, por su ropa, por su hambre.
La narrativa oficial necesita monstruos. No puede admitir que estos chicos eran hijos, estudiantes, trabajadores precarios, aspirantes a una vida distinta. Necesita convertirlos en carne de cañón mediática para sostener la ficción del control. Pero la verdad se filtra, como la sangre. Y ahí están las madres. Llenando conferencias de prensa, sosteniendo fotos, gritando nombres, exigiendo juicios justos.
Porque si algo es intolerable para el poder, es que se nombre lo innombrable. Que se diga que hay jóvenes secuestrados por el crimen, sí, pero también por un Estado que los abandona, los castiga o los olvida. Que se diga que los “campamentos de entrenamiento” no solo existen, sino que se llenan con muchachos pobres a los que se dejó sin escuela, sin empleo, sin futuro.
Los hijos de Caín no son criminales por naturaleza. Fueron criados entre las ruinas de un pacto social roto. Nadie les ofreció un jardín. Solo desierto. Y aun así, los quieren quemar como si fueran el incendio.
Pero la historia cambia cuando se cuenta completa. Cuando se mira de frente el sistema que permite -y necesita- que esto pase. La marca no está en la frente de los muchachos. Está en las instituciones que fallan. En las cámaras que se apagan. En las fiscalías que acusan sin pruebas. En los gobernantes que callan.
Kafka escribió que una jaula fue en busca de un pájaro. Hoy, Aguascalientes es esa jaula.