Lunes 18 de Agosto de 2025 | Aguascalientes.

Parlamentarismo en México o cómo salvar la democracia

Plano Informativo | 14/07/2025 | 13:08

FB: Esteban Dávila

La historia política de México suele contarse a través de sus figuras más emblemáticas: que si Don Porfirio, que si un tal Juárez, o el infame Santa Anna. Sin embargo, al hacer un repaso serio de la formación del poder político en nuestro país —especialmente en los siglos XX y XXI— notamos que la figura del presidente ha sido la más poderosa. Pero no sólo por su papel constitucional, sino porque todo el sistema político ha dependido, en la práctica, de la voluntad de un solo hombre.

Y eso que hablamos de tiempos republicanos, en los que se supone que debía existir deliberación democrática, división de poderes, y jueces que actuarán con autonomía. Arnaldo Córdova ya lo explicaba: el porfiriato dejó un vacío de poder que poco a poco fue llenado por las grandes figuras de la Revolución —Madero, Carranza, Obregón, Calles— hasta llegar al famoso maximato. Esa consolidación del poder se afianzó en el sistema presidencialista, en lo que el politólogo alemán Klaus von Beyme llamó la symbol figur: una figura simbólica que concentra el poder, más cercana a la monarquía que a la democracia.

La tragedia mexicana empieza ahí: la democracia se volvió un rito partidista que producía caudillos militares, líderes de partido y, más tarde, tecnócratas. Lo hemos vivido en carne propia, sin importar la generación. El famoso diálogo que ilustra esta sumisión institucional sigue vigente: “¿Qué hora es?”, preguntaban. “La que usted diga, señor presidente”, respondían.

Así ha funcionado el país durante décadas. Las decisiones presidenciales emergían, sí, de un contexto social y político, pero con frecuencia se resolvían desde el capricho, sin consultar a los equipos técnicos ni rendir cuentas reales. Hoy lo vemos más claro que nunca: un Congreso que aprueba leyes sin leerlas ni deliberarlas, y un Poder Judicial cada vez más comprometido políticamente. Antes, los políticos le pedían favores a los jueces (“oye, échame la mano con este asunto”). Hoy, son los jueces quienes piden ser colocados (“oye, déjame ser juez, ¿no?”). Dos poderes a la carta.

¿Cómo podemos darle un respiro al país? No veo una solución más viable que una transición hacia un sistema parlamentario. Este modelo puede ser una alternativa seria frente al avance de un poder casi hegemónico.

El parlamentarismo ofrece una estructura institucional donde la administración pública no depende directamente del presidente, sino de un jefe de gabinete electo por el parlamento, no por voto directo. Esto introduce un contrapeso inmediato en la gestión gubernamental. Entre sus beneficios destacan: la continuidad de los proyectos de Estado, un diálogo más fluido con las entidades federativas, y la separación de la administración pública de los intereses políticos o electorales inmediatos.

¿Quién designa a ese gabinete? El propio parlamento —no el presidente—, en función de las negociaciones y correlaciones de fuerza entre los distintos partidos políticos. Esto obliga a crear consensos, deliberar públicamente, y negociar para formar un gobierno funcional. Así se evita que los secretarios (o ministros, como se les llama en estos sistemas) respondan sólo a una voluntad presidencialista.

En un sistema parlamentario, una reforma judicial como la que aprobó el oficialismo nunca hubiera pasado sin debate serio. Existen mecanismos como la moción de censura, que permiten destituir al jefe de gabinete o incluso al presidente por mala gestión o falta de rendición de cuentas. Asimismo, el parlamento puede disolverse cuando un solo partido concentra demasiado poder y genera desconfianza pública.

Es cierto que en México esta transición parece aún lejana. También hay que decir que no todo en el parlamentarismo es perfecto. Figuras como Margaret Thatcher o Viktor Orbán —incluso Angela Merkel— han llegado a tener una influencia comparable a la de un presidente latinoamericano. Pero la diferencia es que alcanzaron ese poder mediante el consenso, el debate parlamentario y la deliberación institucional, no por la irracional adoración a un caudillo ni por el espejismo de que el presidente encarna al “padre de la patria”.

Lamentablemente, en México —como en Estados Unidos o Rusia— todavía se piensa que el presidente es una figura cuasi monárquica. El presidencialismo se nos ha convertido en un dogma. Pero conviene recordar que el parlamentarismo nació precisamente del caos de las monarquías absolutas. Y si hoy vivimos en democracias que imitan a las monarquías, entonces es hora de aplicar el antídoto que ya la historia nos entregó.