“Una mirada ecosocialista desde los escombros del progreso.”
Hay momentos en la historia donde los sistemas que rigen nuestras vidas muestran su rostro más voraz. Vivimos en uno de esos momentos. No porque el capitalismo haya cambiado en esencia, sino porque su lógica de crecimiento ilimitado ha chocado de frente con los límites del planeta que habitamos. KoheiSaito lo expresa con claridad: el capitalismo, por su propia naturaleza, no puede ser ecológico.
El Antropoceno, ese nombre que hemos dado a la era geológica marcada por la huella humana, es también el espejo de nuestra hybris. Somos la especie que transforma, extrae, acumula, pero también la que devora su propio futuro. En esta etapa, el capital ha invadido no sólo las selvas y los glaciares, sino también nuestras formas de pensar, de amar, de morir. Ha convertido al tiempo en mercancía, a los cuerpos en recursos, y al planeta en residuo.
Pero no se trata solamente de una crítica al consumo o a los estilos de vida. Saito nos invita a mirar más profundo: a cuestionar la estructura misma del sistema económico que exige crecimiento constante para no colapsar, mientras paradójicamente es ese crecimiento el que nos conduce al colapso. Un círculo vicioso disfrazado de progreso.
La metáfora del incendio es inevitable. El capitalismo no es una maquinaria que ha perdido el control, sino una hoguera que, por definición, necesita más leña para no apagarse. Y esa leña somos nosotros, son los árboles, los mares, las culturas, el aire que respiramos. No es una distorsión del sistema: es su lógica intrínseca.
Pero aquí emerge una chispa. Saito propone una alternativa radical: una forma de decrecimiento ecológico, inspirado en un Marx “ecosocialista” que fue silenciado por los marxismos productivistas del siglo XX. Recuperar esa lectura es recuperar una posibilidad de vida que no se rija por la acumulación, sino por el cuidado. Un comunismo de la interdependencia, donde la vida no sea un medio para producir riqueza, sino el fin mismo de la existencia humana.
Quizá otro gesto revolucionario como los que he propuesto en columnas anteriores, sea que en este tiempo no sea acelerar, sino detenernos. Dejar de correr tras un futuro prometido y habitar con reverencia lo que queda. Volver a tejer vínculos con la tierra, con los otros, con el silencio. Des mercantilizar la vida.
Reencantar el mundo.
Porque si el capital es un dios que exige sacrificios, es tiempo de negarle el altar.
Y si este es el siglo del colapso, hagamos de ese derrumbe un parto.
Una grieta por donde pueda filtrarse otro mundo, aún por nacer.