La propuesta de reducir la jornada laboral en México a 40 horas semanales no es una ocurrencia radical, sino una corrección histórica largamente postergada. Nuestro país es uno de los que más horas trabaja en el mundo, pero sin que ello se traduzca en mejor calidad de vida ni en mayor productividad.
De acuerdo con la OCDE, México ocupa el primer lugar en horas trabajadas al año, con un promedio de 2,226 horas por persona, muy por encima del promedio de la organización, que es de 1,752 horas. Sin embargo, la productividad por hora trabajada en México es una de las más bajas, lo que confirma que trabajar más no significa necesariamente trabajar mejor.
La reforma busca precisamente, equilibrar las condiciones laborales con la eficiencia económica. Pero su implementación no puede ser ciega ni uniforme. México tiene una economía heterogénea, con grandes diferencias entre sectores, regiones y tamaños de empresa. Lo que es viable para una empresa transnacional en Aguascalientes puede no serlo para un taller mecánico en Tlaxcala.
Desde el punto de vista empresarial, las inquietudes son comprensibles. Más de el 95% de las empresas mexicanas son micro o pequeñas, según datos del INEGI. Para muchas de ellas, reducir la jornada sin un plan de transición implicaría una carga difícil de asumir. Por ello, es fundamental que la reforma contemple una implementación gradual, acompañada de posibles incentivos fiscales temporales, esquemas de reorganización laboral y acceso a capacitación para mejorar procesos.
Desde la perspectiva obrera, esta medida representa una reivindicación justa. Millones de personas pasan más de 48 horas semanales en el trabajo, sin que eso se refleje en su bienestar. Reducir la jornada no es un lujo, es una necesidad social y de salud pública. Pero también se necesita vigilancia sindical para que esta medida no dé lugar a nuevas formas de precariedad laboral.
Desde una visión humana, esta reforma significa más tiempo para vivir, no solo para trabajar. Se traduce en más horas para la familia, el estudio, la salud y el descanso. Es una forma concreta de combatir el estrés laboral, el deterioro de la salud mental y la descomposición social que generan las jornadas extenuantes.
Y desde el plano económico, hay evidencia suficiente de que la jornada reducida puede ser rentable. Países como Alemania, Noruega o Dinamarca tienen jornadas mucho más cortas que México y, sin embargo, son altamente productivos. La clave está en la organización, no en la cantidad de horas.
Reducir la jornada no significa afectar la economía. Significa humanizarla. El trabajo debe ser digno, no una condena. Y ningún país puede avanzar socialmente mientras sacrifica la vida de su gente en aras de una productividad mal entendida.