En 2015, México, en medio de escándalos como el de la “Casa Blanca” y denuncias crecientes por desvíos multimillonarios de recursos públicos a nivel federal y estatal, experimentó un giro sin precedentes en su política anticorrupción: la creación del Sistema Nacional Anticorrupción (SNA). Diseñado como una herramienta de coordinación interinstitucional y participación ciudadana, su objetivo era ambicioso y urgente: erradicar la corrupción desde su origen hasta su sanción.
El SNA surgió de una reforma constitucional al artículo 113, con la intención de articular un ecosistema anticorrupción a través de siete instituciones clave: la Auditoría Superior de la Federación (ASF), la entonces Secretaría de la Función Pública (hoy renombrada Secretaría Anticorrupción y Buen Gobierno, SABG), el Tribunal Federal de Justicia Administrativa (TFJA), la Fiscalía Especializada en Combate a la Corrupción, el Consejo de la Judicatura Federal (próximamente sustituido por un nuevo órgano disciplinario), el Comité de Participación Ciudadana (CPC) y el ya extinto Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI).
Su diseño, considerado innovador incluso a nivel regional, prometía una coordinación transversal entre instituciones de control, justicia y sociedad civil, además del desarrollo de herramientas digitales para fortalecer la transparencia y la rendición de cuentas. Sin embargo, a casi una década de su creación, la efectividad del SNA se ha visto limitada. Si bien ha consolidado una estructura operativa para la prevención, detección y sanción de actos de corrupción, lo ha hecho más en el plano formal que en el práctico. Ha ampliado las obligaciones institucionales, creado nuevos mecanismos de vigilancia y visibilizado a las autoridades, pero sin generar un cambio estructural profundo.
A nivel local, algunos Comités de Participación Ciudadana han logrado avances relevantes. En el Estado de México, por ejemplo, el CPC ha colaborado con periodistas y fiscalías para documentar casos y promover sanciones administrativas. Pero estos logros siguen siendo excepcionales, no sistémicos.
La corrupción en México continúa siendo un fenómeno arraigado y multifactorial que trasciende las capacidades de un solo sistema. Las cifras de impunidad, la normalización de prácticas corruptas y el escepticismo social reflejan una realidad dolorosa: la implementación efectiva de políticas públicas y la construcción de una cultura de legalidad siguen siendo una meta lejana.
Hace unos días, con motivo del décimo aniversario del SNA, la titular de la SABG, Raquel Buenrostro, reconoció que el sistema “urge de capacidad y rumbo”. Su afirmación no fue solo un señalamiento político, sino un diagnóstico preciso. El SNA enfrenta retos estructurales: presupuestos limitados, autonomía institucional restringida y una cultura burocrática que aún tolera, cuando no reproduce, prácticas corruptas.
Si se quiere que el SNA cumpla con su propósito, es indispensable un compromiso renovado por parte de todos los actores involucrados. Se requiere fortalecer la coordinación interinstitucional, garantizar la autonomía de las fiscalías y dotar al sistema de los recursos necesarios para su operación. Pero también, y quizás más importante, se necesita una transformación de fondo en la cultura institucional, una que premie la integridad, fomente la transparencia y castigue de manera efectiva las desviaciones.
El combate a la corrupción no es solo un asunto de gobierno. La participación activa de la sociedad civil es crucial: en la denuncia, en la vigilancia, en la exigencia permanente de rendición de cuentas. El sector privado también debe involucrarse. Según la Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental (ENCIG) del INEGI, el 65 % de los actos de corrupción involucran a particulares. Sin esquemas de corresponsabilidad empresarial ni incentivos claros para adoptar códigos de ética vinculantes, el sistema seguirá atrapado en una lógica punitiva estatal, ineficaz frente a redes complejas de corrupción público-privada.
El SNA no ha sido un fracaso absoluto, pero sí una promesa aún incumplida. Hoy, más que nunca, se necesita recuperar su espíritu original: un esfuerzo coordinado, transversal y colectivo. Solo así será posible avanzar hacia un México más justo, íntegro y libre de corrupción.