Desde hace tiempo, tanto los estados como la federación parecen haber relegado la importancia y trascendencia de la educación en nuestro país. Lo más relevante en años recientes fue, sin duda, la controversia suscitada por los libros de texto gratuitos en 2022, cuando la Secretaría de Educación Pública (SEP) presentó el nuevo Plan de Estudios para la educación preescolar, primaria y secundaria, basado en el paradigma de la llamada Nueva Escuela Mexicana. A partir de entonces, Marx Arriaga asumió la responsabilidad de reelaborar los 18 libros de texto de educación primaria.
Aquella decisión detonó una polémica nacional, particularmente en los estados gobernados por partidos de oposición, donde se pretendió convertir un debate técnico-pedagógico en una batalla político-electoral. Se construyeron narrativas de supuesta "defensa de la educación" que, en la mayoría de los casos, carecían de sustento pedagógico y respondían más bien a intereses de coyuntura, como si las autoridades educativas de los tres niveles de gobierno necesitaran ayuda para evidenciar su crónica ineficacia e ineficiencia.
Hoy, lamentablemente, el panorama no es mejor. Nos encontramos, una vez más, en un páramo agreste y solitario para la educación nacional, con padres y docentes extraviados entre derechos humanos mal entendidos, que muchos estudiantes esgrimen ante cualquier exigencia académica. Sumado a los excesos de ciertas interpretaciones ideológicas, cualquier palabra que incomode a los sectores más susceptibles de la llamada "generación de cristal" puede derivar en acusaciones de acoso o discriminación contra los maestros, quienes muchas veces trabajan en condiciones deplorables y sin respaldo institucional.
En medio de este escenario desolador, cabe preguntarse: ¿a quién le corresponde realmente atender el tema educativo? Mientras los gobiernos de los tres niveles (federal, estatales y municipales) se distraen en prohibiciones moralistas, decretos que censuran corridos tumbados y espectáculos públicos, esas mismas autoridades destinan recursos millonarios a fiestas patronales, ferias de rancho y eventos masivos que, bajo el pretexto de incentivar la economía local, solo fomentan el consumo de alcohol y otras sustancias, perpetuando dinámicas sociales profundamente problemáticas.
Lo paradójico es que ese mismo dinero podría invertirse en resolver los problemas estructurales del sistema educativo: mejorar los salarios de los trabajadores de la educación, reparar las miles de escuelas que literalmente se caen a pedazos, dotar de infraestructura tecnológica digna a las aulas rurales y urbanas, o establecer programas permanentes (reales) de desayunos escolares para combatir la desnutrición y el abandono escolar. Alimentar física e intelectualmente a nuestros niños y jóvenes sería, sin duda, mucho más redituable que malgastar cientos de millones de pesos en festividades que terminan sirviendo de distractores colectivos.
Según datos del INEGI, más de 5.2 millones de personas de entre 3 y 29 años no se inscribieron al ciclo escolar 2022-2023, principalmente por falta de recursos o desinterés. Peor aún, la propia Secretaría de Educación Pública reconoce que alrededor del 30 % de las escuelas públicas del país carecen de servicios básicos como agua potable, baños funcionales o conexión a internet, un dato que debería indignar a cualquier funcionario o ciudadano con un mínimo de sentido de responsabilidad social (INEGI, Principales resultados de la Encuesta para la Medición del Impacto COVID-19 en la Educación 2022).
Si bien esta situación es preocupante, no es exclusiva de México. Basta mirar hacia Rusia (no solo hacia Trump) para advertir los riesgos que implica abandonar la educación como proyecto de Estado. Vladimir Putin ha emprendido una estrategia sistemática para reconfigurar la sociedad rusa bajo una visión autoritaria, utilizando la educación, la reinterpretación de la historia y los símbolos medievales como instrumentos de control cultural y social. La exaltación de figuras como Iván el Terrible, ahora presentado como héroe nacional y símbolo de orden ante el caos, muestra cómo los gobiernos pueden manipular la memoria histórica y los contenidos educativos para justificar autoritarismos y consolidar regímenes personalistas.
México, con sus claros signos de desinstitucionalización, polarización social y abandono de políticas públicas a largo plazo, corre un riesgo similar si no se recupera la centralidad de la educación como motor de transformación social y cohesión nacional. Sin un sistema educativo fuerte, plural, científico y laico, cualquier sociedad queda a merced de las agendas ideológicas de coyuntura o de las nostalgias autoritarias que, como enseñan las lecciones de la historia, siempre están al acecho.
Quien haya tenido la oportunidad de asomarse a un salón de clase en una primaria rural o una secundaria de colonia popular de cualquier ciudad, sabe que ahí, entre techos que se caen y pizarrones agrietados, todavía resisten maestras y maestros que, contra todo, intentan sembrar algo en medio del olvido institucional. La educación no da votos inmediatos, no se presume en giras ni encabeza encuestas, pero sí construye países a largo plazo. México necesita decidir si quiere seguir apostando a los distractores que gobernantes cínicos e incultos nos recetan con el “petate del cambio”, o invertir como se debe en lo único que de verdad puede cambiar nuestro destino. Porque mañana, cuando queramos despertar, quizá ya sea demasiado tarde y el D.O.G.E. de Elon Musk nos haya alcanzado.
“Nuestro pueblo es como los niños, indoctos por ignorancia, que nunca aprenderán el alfabeto cuando no son obligados por el maestro, pero cuando lo aprenden, se lo agradecen después”: Pedro el Grande