En México, y en buena parte del mundo, hemos aprendido a convivir con el mal.
No porque lo aceptemos abiertamente, sino porque lo hemos ido justificando. Lo hemos normalizado. Lo hemos escondido bajo discursos cómodos que nos evitan mirar el horror de frente.
Nos acostumbramos a las cifras, a los titulares repetidos, a la violencia como fondo sonoro de nuestras vidas. Pero detrás de cada cifra, hay un rostro. Un cuerpo. Un grito. Una ausencia.
El mal se justifica desde el poder cuando quienes gobiernan hablan más de las causas que de las soluciones.
Se refugian en la narrativa de que “todo es culpa del pasado”, sin asumir la responsabilidad presente de proteger la vida, de aplicar la ley, de castigar la violencia.
Se culpa a la pobreza, como si ésta fuera una excusa válida para secuestrar, violar, matar.
Claro que las causas importan. La pobreza, la exclusión, la falta de oportunidades son semillas peligrosas.
Pero cuando esas causas se utilizan como excusas para no actuar, el mal se institucionaliza. Se vuelve parte del sistema.
¿Cuándo nos acostumbramos a ver cuerpos colgados y mujeres desaparecidas como parte de la rutina informativa?
¿En qué momento nos pareció normal que los adolescentes escuchen música que glorifica el crimen y el desprecio por la vida?
La llamada “narco cultura” no es solo un fenómeno musical. Es un modelo aspiracional que se ha filtrado en los barrios, en las redes sociales, en la mente de muchos jóvenes.
El culto al dinero fácil, a las armas, al poder sin ética, ha ido reemplazando los valores del esfuerzo, la solidaridad, la verdad.
¿Debemos regular estos contenidos?
No se trata de censura, sino de ética pública. De preguntarnos qué tipo de sociedad estamos alimentando.
Desde el enfoque psicológico, el panorama no es menos inquietante.
Estudios recientes demuestran que los rasgos psicopáticos y sociopáticos no solo están en las cárceles; también están en los espacios de poder.
En los gobiernos, en grandes corporaciones, en algunas instituciones religiosas.
¿Por qué? Porque quienes no sienten culpa, quienes saben manipular, escalan con facilidad en sistemas sin filtros éticos.
Y la sociedad, cansada, fragmentada, muchas veces termina eligiendo a los más autoritarios, confundiéndolos con líderes firmes.
El resultado es devastador: más abuso, más impunidad, más dolor.
Las cifras nos gritan verdades insoportables:
Más de 20,000 mujeres asesinadas en los últimos cinco años en México.
Más de 100,000 personas desaparecidas.
Abuso sexual infantil sistemático, con una impunidad del 95%.
Violencia cotidiana en todos los rincones del país.
Y, sin embargo, la esperanza persiste.
La esperanza tiene rostro: el rostro de los jóvenes que estudian en comunidades rurales con carencias, pero con sueños.
Los que cruzan barrios peligrosos para llegar a sus escuelas.
Los que, con el esfuerzo de sus padres, acceden a una educación privada y asumen con gratitud y compromiso ese privilegio.
A ellos les debemos más que lamentos: les debemos ejemplo, lucha, coherencia.
Este artículo no pretende dar todas las respuestas.
Pero sí lanza una pregunta a la conciencia colectiva:
¿Hasta cuándo seguiremos justificando el mal con silencio, indiferencia o resignación?
Es momento de volver a mirar al otro.
De organizarnos desde la casa, la calle, la colonia.
De exigir justicia, de cuidar la vida, de nombrar lo que duele, de proteger lo que vale.
El mal no se combate solo con discursos. Se combate con comunidad.
Con verdad. Y con el valor de decir, en voz alta, “esto no lo vamos a permitir más.”