Cinco años han pasado desde aquel marzo que cambió nuestras vidas. La pandemia por COVID-19 dejó cicatrices visibles e invisibles. Aprendimos a vivir con mascarillas, a hablar por pantallas, y a tener miedo del otro sin quererlo.
Hoy, como sociedad, todavía estamos entendiendo las consecuencias reales de esa etapa que parecía de ciencia ficción. Y en medio de esa comprensión, hay dos pilares que siguen tambaleándose: la salud mental y la educación.
La salud mental colectiva: herida abierta
Durante los meses más duros de la pandemia, la salud mental dejó de ser un lujo o un tabú para convertirse en una necesidad urgente. La ansiedad, la depresión, el insomnio y el miedo fueron parte de la cotidianidad. A cinco años, muchos siguen lidiando con las secuelas: adultos que no volvieron a confiar del todo, adolescentes que se desconectaron emocionalmente, niños que aprendieron a vivir sin abrazos.
Si algo cambió positivamente fue la apertura para hablar del tema. Hoy hay más conciencia, más recursos digitales, más espacios de escucha… pero aún falta mucho. El estigma persiste, especialmente en comunidades con menor acceso a la información o servicios. Y, tristemente, muchos de los que más necesitaron ayuda durante la pandemia, nunca la recibieron.
Por eso, hoy más que nunca, es fundamental acudir a atención psicológica sin miedo ni prejuicios. Pedir ayuda no es signo de debilidad, sino de responsabilidad con uno mismo y con los demás. La salud mental no se improvisa ni se posterga: se atiende, se cuida y se fortalece con acompañamiento profesional. Porque todos, en algún momento, necesitamos ser escuchados y orientados para sanar.
Ahora bien, la Educación: entre la resistencia y la transformación
La escuela cambió de forma abrupta. El aula se volvió pantalla, el maestro se convirtió en facilitador a distancia, y los padres muchas vecesen improvisados docentes. No todos estaban preparados. Ni los sistemas, ni las familias, ni los docentes. A cinco años, reconocemos los avances: mayor inclusión de la tecnología, nuevas metodologías, autonomía en los estudiantes. Pero también las pérdidas: vínculos afectivos debilitados, brechas digitales que dejaron fuera a millones, aprendizajes truncos.
Hoy, la educación está en reconstrucción. Ya no se trata solo de volver a enseñar contenidos, sino de reaprender a enseñar, integrando la emocionalidad, la empatía y la resiliencia. Porque enseñar hoy es también acompañar procesos de duelo, de adaptación, de sentido.
¿Y la sociedad?
El golpe fue duro. Nos encerramos, desconfiamos, sobrevivimos. ¿Nos hicimos más humanos? ¿O más indiferentes? Es difícil decirlo. Lo cierto es que, en medio de la tragedia, emergieron redes de solidaridad, creatividad, reinvención. Pero también emergió el cansancio crónico, la desconfianza hacia las instituciones y la urgencia de sanar, como comunidad.
La pandemia nos enseñó que la salud no es solo física, que la educación no es solo un plan de estudios, y que la sociedad no puede avanzar sin cuidar lo emocional. Hoy, cinco años después, tenemos la oportunidad de no olvidar y de actuar desde lo aprendido.
Comparte esta reflexión si crees que es tiempo de sanar y avanzar como comunidad. Un homenaje, y un hasta siempre, a los seres que perdimos; familiares, amigos, vecinos, y compañeros.