La reforma político-electoral de 2014 fue vendida como un avance significativo para nuestra democracia. Con la transformación del Instituto Federal Electoral al Instituto Nacional Electoral (INE), así como la regulación de la reelección legislativa y nuevas reglas de fiscalización, se nos prometió un sistema más equitativo y eficiente. Pero, a una década de su implementación, la realidad nos muestra otra cara: lejos de perfeccionar el sistema, reforzó las viejas mañas del poder y dejó abierta la puerta a la centralización, el nepotismo y la simulación democrática.
Uno de los grandes desaciertos fue la centralización de la organización electoral. Se buscaba sacar de la influencia de los gobernadores y grupos de poder locales la organización de los procesos electorales. Al transferir atribuciones de los organismos locales al INE, el federalismo electoral se debilitó y la gestión de los procesos en los estados quedó supeditada a una burocracia centralizada, más lenta y costosa. ¿El resultado? Más trámites, más gasto y la misma desconfianza de siempre.
Otro punto de quiebre fue la reestructuración del sistema de reelección legislativa. Se suponía que esto profesionalizaría el Congreso, pero en la práctica ha servido para perpetuar grupos de poder, sin que los ciudadanos puedan realmente exigir cuentas. Según el Instituto Belisario Domínguez del Senado, en el periodo 2018-2021, más del 70% de los legisladores que buscaron reelegirse lo lograron, muchas veces con un desempeño cuestionable y sin mecanismos reales de evaluación.
En cuanto a la fiscalización de recursos en campañas, se endurecieron las reglas, pero la transparencia sigue siendo una ilusión. El financiamiento opaco, el clientelismo y la opacidad en el uso de recursos siguen dominando el escenario electoral.
El nepotismo es una de las plagas más persistentes del servicio público en México. La reforma de 2014, con todas sus letras, ignoró por completo este problema, permitiendo que las instituciones gubernamentales y electorales sigan siendo botines familiares. ¿Cuántos hijos, sobrinos y cónyuges han sido colocados en puestos clave sin más mérito que su apellido? Según el Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO), en al menos 22 estados, el nepotismo es una constante en los órganos públicos, con funcionarios que colocan a sus parientes en posiciones estratégicas dentro del Congreso y las dependencias federales.
Este fenómeno erosiona la democracia, pues fomenta la impunidad, la simulación y el desinterés ciudadano. ¿Cómo confiar en instituciones que funcionan como dinastías y no como servidores del pueblo?
En este contexto, la propuesta de la presidenta Claudia Sheinbaum de eliminar la reelección legislativa y municipal se presenta como un intento de romper con estas inercias. De aprobarse, podríamos ver una mayor rotación en el ejercicio del poder, evitando que los mismos grupos se eternicen en cargos públicos.
Uno de los beneficios más evidentes sería desmantelar el clientelismo partidista. Hoy en día, los legisladores dependen de sus dirigencias para asegurar su reelección, lo que los convierte en piezas de un engranaje más grande y menos autónomo. Sin reelección, los legisladores podrían actuar con más independencia y menos sumisión a intereses de grupo.
Además, esta reforma podría abrir la puerta a nuevos perfiles en la política. La falta de renovación ha convertido al Congreso y a muchas alcaldías en cotos de poder donde los mismos apellidos circulan elección tras elección. Al limitar la permanencia en el cargo, se reduciría el reciclaje político y se abrirían espacios para nuevos actores.
Sin embargo, esta medida por sí sola no es suficiente. Si realmente se busca mejorar la calidad democrática, es indispensable combatir el nepotismo de raíz. De nada serviría eliminar la reelección si el poder sigue rotando dentro de las mismas familias y grupos de interés.
A diez años de la reforma electoral de 2014, su saldo es ambivalente. Por un lado, se fortalecieron algunos aspectos técnicos del sistema electoral; por otro, se profundizaron problemas como la centralización del poder, la reelección sin rendición de cuentas y la consolidación del nepotismo.
Sin embargo, esta reforma no será suficiente si no va acompañada de medidas concretas para combatir el nepotismo. De lo contrario, corremos el riesgo de que, en lugar de cambiar las estructuras de poder, simplemente veamos una rotación de apellidos. Es necesario implementar mecanismos que garanticen que los cargos públicos se asignen por capacidad y no por conexiones familiares.
En lugar de ver siempre a los mismos actores, podríamos tener una mayor diversidad de voces y propuestas. Esto es clave para recuperar la confianza de una ciudadanía que está harta de ver a los mismos políticos reciclarse en el poder.
La propuesta de la presidenta Sheinbaum abre un debate necesario: ¿queremos una democracia que realmente represente a los ciudadanos o un sistema donde el poder siga concentrado en unos cuantos? Si se implementa correctamente y va acompañada de medidas contra el nepotismo, esta reforma podría ser el primer paso hacia una política más transparente y menos patrimonialista. Pero si no se toman precauciones, solo será un cambio cosmético en una estructura que ya está viciada desde dentro.
“El elector goza del sagrado privilegio de votar por un candidato que eligieron otros", Ambrose Gwinet Bierce