La democracia y el Estado Constitucional son pilares fundamentales en la organización política de cualquier nación. En el caso de México, la relación con estos principios ha sido compleja, evolucionando desde un régimen autoritario hacia uno formalmente democrático, aunque con importantes desafíos para su plena implementación y consolidación.
Como lo señala Norberto Bobbio, la democracia trasciende un simple sistema de gobierno; representa un conjunto de valores y principios que garantizan la participación ciudadana, la igualdad política y la protección de los derechos humanos. Por su parte, Jaime Cárdenas define al Estado Constitucional como aquel que no solo se rige por normas jurídicas, sino que también busca la realización efectiva de los derechos fundamentales de las personas.
En México, el concepto de democracia ha sido moldeado por diversas influencias y transiciones entre regímenes autoritarios y democráticos. La Constitución Política de 1917 estableció principios clave como la soberanía popular, la separación de poderes y la protección irrestricta de los derechos fundamentales. Estas disposiciones han sido esenciales para estructurar un marco jurídico que busca garantizar las libertades individuales y colectivas.
Sin embargo, durante gran parte del siglo XX, el sistema político mexicano estuvo dominado por un partido hegemónico, el Partido Revolucionario Institucional (PRI). Aunque se celebraban elecciones periódicas, la participación ciudadana y la transparencia política estaban severamente limitadas. Fue hasta las últimas décadas del siglo XX que se inició una transición democrática, acompañada de reformas electorales y políticas que permitieron una mayor pluralidad y competencia.
A pesar de los avances, la calidad de la democracia en México enfrenta retos significativos como la corrupción, la desigualdad social y la violencia política. Estas problemáticas estructurales limitan la consolidación de un sistema democrático pleno. Además, como advertía Bobbio, el populismo y el carisma de ciertos liderazgos representan riesgos potenciales para la división de poderes y la autonomía institucional. Este peligro se refleja en discursos polarizadores que exacerban la división entre “el pueblo” y “la élite”, debilitando los espacios de consenso y compromiso.
Uno de los mayores desafíos de la democracia mexicana es la consolidación de una ciudadanía activa y consciente de sus derechos y responsabilidades. Si bien se ha avanzado en participación electoral, persisten desigualdades sociales y económicas que dificultan la inclusión plena de todos los ciudadanos en el proceso democrático. Factores como la pobreza, el acceso limitado a la educación y la violencia estructural restringen el ejercicio efectivo de la ciudadanía.
En este sentido, la democracia debe ir más allá de un derecho formal para convertirse en un proceso que garantice inclusión, justicia social y respeto a los derechos humanos. Es necesario fortalecer el Estado de derecho y promover políticas públicas que reduzcan las desigualdades y fomenten una cultura de legalidad y participación activa.
La democracia y el Estado Constitucional en México representan objetivos ineludibles para construir un país más justo y equitativo. Sin embargo, estos conceptos deben ser más que ideales abstractos; deben traducirse en acciones concretas que impulsen la participación ciudadana, fortalezcan las instituciones y garanticen los derechos humanos.
El gobierno actual, liderado por la Dra. Claudia Sheinbaum, tiene una oportunidad histórica para avanzar en esta dirección. La implementación de políticas basadas en la inclusión, la sostenibilidad y el respeto a los derechos fundamentales será clave para consolidar un modelo democrático robusto, capaz de responder a las necesidades del pueblo mexicano en su conjunto.