UNA MONEDA AL AIRE

Confiar es lanzar una moneda al aire y quedarse mirando cómo gira, sabiendo que mientras flota, hay esperanza. Que en ese instante suspendido, antes de que caiga al suelo, aún puede pasar cualquier cosa. Pero también sabiendo, muy dentro, que no controlas hacia dónde va a caer. Confiar es ese acto tan valiente y tan tonto al mismo tiempo: una rendición disfrazada de fe.

Hay algo profundamente humano en entregarse sin garantías. Lo hacemos con los ojos medio cerrados, convencidos de que esta vez no dolerá tanto, que hemos aprendido, que ya no somos los mismos. Y sin embargo, lo somos. Somos los mismos que una y otra vez vuelven a apostar por lo incierto, por la promesa, por la sensación de calor que da el creer que alguien más puede sostenernos.

Y claro que no siempre sale bien. A veces la moneda cae del lado que no queríamos, y lo hace con un ruido seco, con un golpe que retumba más adentro que afuera. Porque confiar no solo implica creer en el otro, sino exponerse a lo que eso desata: la pérdida, el silencio, la decepción. Esa palabra tan manoseada y tan temida: decepción.

Pero la decepción no llega siempre como una tragedia. A veces se filtra con calma, se instala de puntillas. Deja de haber mensajes, de haber risas, de haber esa necesidad de contarlo todo. Y de pronto, te das cuenta de que el vínculo se deshizo, como un hilo que se fue rompiendo sin hacer ruido. No hay culpables claros, no hay escenas dramáticas. Solo un “ya no”, un “ya fue”, un “no sé qué pasó”.

Y ahí estás tú, otra vez, recogiendo las piezas de tu confianza, intentando reconocer cuáles todavía sirven y cuáles ya se astillaron para siempre. Porque nadie te enseña que la confianza también se cansa. Que después de tantos lanzamientos al aire, uno empieza a dudar si vale la pena seguir tirando monedas que siempre parecen caer del mismo lado.

Pero también pasa lo otro. Que a veces, aunque caiga mal, aunque duela, aunque te desilusione, sientes que valió la pena. Que en medio del caos hubo algo que sí fue real. Una risa, una mirada, una noche en la que sentiste que todo tenía sentido. Y entonces te preguntas si de eso se trata confiar: de apostar, no porque haya certeza, sino porque hay vida en el intento.

Confiar no garantiza amor. Ni lealtad. Ni permanencia. Pero sí nos recuerda que seguimos vivos. Que todavía somos capaces de abrir la puerta, de mostrarnos vulnerables, de decir “aquí estoy” aun sabiendo que podrían no quedarse. Confiar es una forma de decir “quiero creer”, aunque el mundo, la experiencia o la razón digan que no conviene.

Y tal vez eso es lo que más duele y a la vez más nos salva: que nunca sabremos si valía la pena hasta después. La confianza no se mide antes de entregarla. Se mide cuando se rompe, o cuando se sostiene. Es el único salto que solo se entiende en retrospectiva.

Hay gente que nos devuelve la fe y otros que nos la arrancan de golpe. Pero todos nos enseñan algo del equilibrio inestable entre el miedo y la esperanza. Aprendemos que no hay fórmulas seguras, que no hay garantías, que todos los que confiamos estamos, de alguna manera, apostando a ciegas.

Y aun así lo hacemos. Una y otra vez. Porque algo dentro de nosotros se niega a dejar de creer. Porque, aunque duela, la vida sin confianza se vuelve una cueva demasiado oscura. Sin riesgo no hay encuentro, y sin encuentro no hay historia que valga la pena contar.

Quizá la pregunta no es si confiar vale la pena, sino si vivir sin hacerlo es realmente vivir. Tal vez la confianza no es tanto una moneda al aire como un recordatorio de que, pase lo que pase, seguimos eligiendo sentir.

Porque confiar, como amar, como perder, como volver a empezar, no es un acto de ingenuidad. Es una declaración de esperanza. Es decir: “sé que puede doler, pero también sé que podría ser hermoso”. Y en esa posibilidad diminuta, en esa chispa, se esconde todo lo que nos hace humanos.

La pregunta después de la decepción debería ser ¿es sensato de mi parte confiar y decepcionarme de la misma persona?

OTRAS NOTAS