Bienvenidos al México sin izquierda ni derecha

Ahí la llevamos

Hoy la política mexicana parece un tablero donde todos cambiaron de lugar, pero nadie cambió de pensamiento.

La izquierda se volvió pragmática, la derecha se disolvió en su propio discurso, y los ciudadanos —otra vez— se quedaron en medio, intentando entender qué representa cada quién.

Morena dejó de ser un partido. Es un contenedor de historias personales, un refugio para políticos de todos los colores que un día juraron ser enemigos entre sí.
No tiene una ideología sólida más allá de repartir programas sociales, y eso —aunque eficaz electoralmente— no construye futuro, solo dependencia.
Su fuerza no viene de una visión de país, sino de una maquinaria que aprendió a mezclar emoción, nostalgia y clientelismo.
El resultado: un movimiento que se dice de izquierda, pero que gobierna con las formas del viejo sistema.

Mientras tanto, el PAN intenta renovarse, pero en su intento se ha diluido.
Su nueva imagen visual —ese logotipo que parece un poco de todo, pero no de partido— busca modernizarse sin molestar a nadie, y en ese intento pierde lo esencial: identidad.
Su reciente campaña dice “Buscamos candidatos ciudadanos”, una frase que intenta atraer frescura, pero sin claridad ideológica ni una causa que inspire confianza.
Ya no defiende la familia como estructura central, ni se declara de derecha, ni asume un proyecto moral o económico diferenciado.
Y cuando un partido deja de defender una idea, deja de ser opción.

Frente a esa confusión, Movimiento Ciudadano ha representado una bocanada de aire distinto.
No porque sea perfecto, sino porque entendió algo que otros no: el país necesita una alternativa moderna, joven y valiente, capaz de hablarle al futuro sin cargar las culpas del pasado.
MC apostó por el talento local, por la innovación, por las causas ciudadanas y por un lenguaje político que respira comunidad, no imposición.
Mientras muchos intentan imitar su estética, lo que realmente se tendría que imitar es su intención de conectar con una generación que exige más que promesas: exige coherencia, cercanía y visión.
En vez de reciclar viejos discursos, MC se atrevió a construir uno nuevo —y ese riesgo, en un país acostumbrado a lo seguro, es una virtud, no un defecto.

La verdadera tragedia política de México hoy no es la polarización, sino la confusión.
Porque ya no hay polos que representen ideas opuestas, sino espectáculos que compiten por la atención.
Y cuando la gente no ve diferencias entre un partido y otro, deja de creer en todos.

El gobierno de Andrés Manuel López Obrador tampoco fue de izquierda en el sentido histórico del término: no fue obrerista, no fue ecológico, no fue progresista.
Fue, más bien, una administración populista-nacionalista con un relato emocional poderoso.
Mientras los demás partidos no construyan un relato distinto —con valores, con visión y con sentido de futuro—, seguirán compitiendo en el mismo terreno simbólico que él diseñó.

El problema es que esta confusión le conviene al poder.
Un electorado dividido, desilusionado y desorientado es más fácil de movilizar con emociones básicas que con ideas complejas.
Y cuando los partidos se parecen tanto entre sí, el voto deja de ser elección y se convierte en resignación.

La política mexicana necesita claridad.
No hace falta volver al blanco y negro, pero sí dejar de fingir que todo es gris.
La gente quiere proyectos con alma, no partidos con logotipos nuevos.
Quiere rumbo, no simulación.
Y hasta que no haya quien hable con coherencia, la confusión seguirá siendo la mejor estrategia del poder.

 

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