En un día como hoy recuerdo todas las veces que mi mente, viciada, dañó a mis seres queridos, y también a los que no quise tanto. Recuerdo cómo mi propio dolor se desbordó sin permiso, manchando todo lo que alguna vez intenté cuidar. A veces pienso que cada uno de nosotros está intentando reparar una versión rota de sí mismo, sin saber bien por dónde empezar. Que cada herida, por mínima que parezca, nos deja con la necesidad de aprender a convivir con nuestra propia cabeza, con los ruidos, los pensamientos que no se callan, con esa sensación de ser a la vez víctima y agresor.
“Todo está en tu cabeza”, dicen, como si fuera tan fácil. Y sí, en efecto, el problema es que yo vivo en mi cabeza. Vivo ahí todos los días, en ese espacio que a veces se siente como un hogar y otras como una trampa. Intento romper el ciclo, pero me pregunto: ¿cuál de todos? ¿El del miedo, el de la culpa, el del silencio? ¿El de repetir los patrones de dolor que juré evitar? No sé qué es lo que no estoy viendo, pero sospecho que tiene que ver con esa parte mía que todavía no se perdona.
En días como hoy, recuerdo la última vez que no supe ayudar a un buen amigo a escapar de su propia cabeza. La última vez que lo vi ahogarse, y yo, sin saber nadar, intenté alcanzarlo desde la orilla. Recuerdo haber pensado que yo sufría más y no me quedé callada, como si el silencio fuera peor que acompañar de manera invasiva. Y cuando se fue me quedé con la sensación de haber sido demasiado importante, como si mi presencia hubiera podido cambiar algo. Mi enfermedad mental a veces me hace creer que todo gira a mi alrededor, incluso el dolor ajeno. Es una forma cruel de egoísmo disfrazada de empatía.
No quiero lastimar, y sin embargo sé que no voy a dejar de hacerlo. No quiero que me lastimen, pero tampoco quiero dejar de amar. Porque amar también es exponerse, dejar que te vean con las manos temblando y con el corazón sucio. Y aun así, lo hacemos. Amamos desde la herida, desde la cicatriz, desde la recaída. Nos amamos mal, pero nos amamos.
Y ahí pienso en la salud mental. ¿Qué tiene que ver con todo esto? Todo. Porque la salud mental no es un destino, no es un lugar que al llegar te reciba para quedarse. Es un trabajo constante, cansado, doloroso y lleno de pequeñas victorias que casi nadie nota. Es una batalla invisible entre la culpa y el perdón, entre lo que pensamos que somos y lo que realmente estamos dispuestos a cambiar. Es reír después de llorar, y llorar después de reír. Es terapia, medicamentos, sobredosis, recaídas, días buenos, días imposibles. Es también el silencio incómodo con uno mismo y la ternura de reconocerse frágil.
En días como hoy, mi cabeza trabaja por ser mejor, y en muchas partes empeora. Hay pensamientos que regresan, voces que no se callan, recuerdos que insisten en doler. Pero hay algo distinto: ahora quiero quedarme. Quiero seguir aquí, aunque sea con las manos llenas de dudas. Quiero que los demás también sigan, aunque estén cansados. Quiero que sigamos aquí todos: los tóxicos, los sanados, los rehabilitados, los recaídos; pero aquí, juntos y luchando.
Feliz día de la salud mental para unos. Soportable día para otros pero un día más para todos, incluyendo los que no pudieron con más días con su cabeza.