Educación superior: “histórica” en el discurso, recortada en el presupuesto
El gobierno presume un “presupuesto histórico” de 1.1 billones de pesos para educación en 2026. El enunciado suena a reparación de deudas viejas: más becas, infraestructura y continuidad de programas emblema. Pero, como suele ocurrir, el adjetivo “histórico” esconde el reparto fino: mientras el agregado sube, la educación superior pierde terreno real frente a otras prioridades. El propio discurso oficial ubica la bolsa educativa en 1.1 billones; la narrativa fue amplificada en conferencias y comunicados. Hasta ahí, los titulares. La letra pequeña es otra historia.
En un análisis más profundo se observa que el peso de la función “educación” dentro del presupuesto total ha venido cayendo en los últimos años, pese a incrementos nominales. Es decir: se gasta más, pero educación representa un pedazo cada vez menor del pastel federal. Para 2026 hay un ligero repunte en la proporción, sí, pero conviven señales contradictorias: por un lado, se priorizan becas y programas visibles; por el otro, se aprietan (en términos reales) los recursos de universidades públicas federales y estatales. La imagen completa no es de completo abandono, pero tampoco de impulso robusto a la educación superior.
El dato duro que debería encender el debate: el Proyecto de Presupuesto de Egresos de la Federación (PPEF) 2026 plantea reducciones reales para IPES como UNAM, IPN y UAM, y recorta a las universidades públicas estatales como la UAA. La discusión no es semántica; es estratégica. Si el país apuesta al crecimiento con valor agregado y a la absorción de oportunidades del nearshoring, recortar la base que forma ingenieros, científicos, maestros y administradores es, cuando menos, incongruente. Una política pública madura no mide su éxito por la suma global, sino por la coherencia entre objetivos y asignaciones marginales.
Frente a este escenario, la ANUIES y la CONTU han pedido a la Cámara de Diputados una ampliación de 12 mil millones de pesos para 2026. No es capricho: el desliz real acumulado desde 2019 merma la operación cotidiana (plazas, mantenimiento, laboratorios, así como el pago de pensiones) y asfixia proyectos que podrían traducirse en titulación o retención, dos métricas que el propio Estado dice querer mejorar. La petición abre una puerta sensata: condicionar los refuerzos a metas verificables (índices de permanencia, eficiencia terminal, transferencia tecnológica, inclusión) y a reglas claras de transparencia. Más dinero sí, pero con brújula y rendición de cuentas.
El Congreso tiene, pues, la oportunidad de enderezar el trazo. Hacer cuadrar “lo histórico” del discurso con un diseño que no sacrifique a la educación superior en la esquina menos visible del tablero. Si de verdad queremos que la universidad sea locomotora de movilidad social y competitividad regional, tocará proteger su financiamiento real, blindar la inversión académica de recortes inerciales y premiar con recursos a quien pruebe resultados. Porque la excelencia no se decreta; se financia, se evalúa y se corrige.