Jorge Antonio Rangel Magdaleno | 03/10/2025 | 13:27
“2 de octubre no se olvida” no es un estribillo; es una brújula. La matanza de Tlatelolco en 1968 no fue un accidente trágico, sino el desenlace brutal de un choque entre un régimen que concebía la crítica como amenaza y una generación que exigía libertades básicas. Las causas esenciales del movimiento estudiantil (libertad de expresión, fin de la represión, autonomía universitaria efectiva, diálogo público y Estado de derecho) nacieron de algo simple y profundo: la convicción de que la juventud es ciudadanía, no tropa de aplaudidores.
Desde entonces, ¿qué ha cambiado? Mucho, pero no lo suficiente. Hay alternancia, instituciones electorales, acceso a la información y una cultura de derechos más extendida. La autonomía universitaria se consolidó en normas y prácticas; las marchas ya no son, por definición, crimen. En comparación con 1968, hoy existen contrapesos que antes eran impensables: comisiones de derechos humanos, prensa crítica, tribunales más receptivos, acceso a internet y redes sociales. Y, sin embargo, el hilo de continuidad es incómodo: la impunidad como regla para crímenes de Estado, la tentación de vigilar la disidencia, el uso del expediente mediático para suplantar el debido proceso.
Vistas desde 2025, las universidades públicas enfrentan retos que los estudiantes del 68 no imaginaron y otros que habrían reconocido al instante. El primero: seguridad sin criminalización. Campus abiertos en ciudades complejas requieren protocolos que protejan a estudiantes y docentes sin convertir la prevención en pretexto para censurar. Segundo: gobernanza y rendición de cuentas. La autonomía no es blindaje corporativo; es compromiso con transparencia, evaluación de resultados y participación real de la comunidad. Tercero: financiamiento y dignidad académica. Sin inversión estable y carrera docente razonable, la libertad de cátedra se vuelve declamación vacía.
Cuarto: cultura digital y linchamiento en red. La plaza pública ya no es sólo la avenida; también es el algoritmo. La libertad de expresión exige nuevas destrezas: verificar, contextualizar, debatir con evidencia. Y la protección de las personas (frente a acoso, violencia o difamación) debe articularse con garantías de debido proceso. Ni silencio cómplice ni histeria punitiva: procedimientos claros, presunción de inocencia y reparación del daño cuando corresponda.
Quinto: inteligencia artificial y ética académica. La copia a un clic amenaza con banalizar el aprendizaje; la respuesta no es prohibir tecnología, sino rediseñar evaluación, enseñar pensamiento crítico y distinguir entre usar herramientas y abdicar del criterio. Sexto: pertinencia social. El 68 demandó un Estado para ciudadanos; 2025 exige gobiernos y universidades que dialoguen con su entorno: inclusión, salud mental, transferencia de conocimiento, innovación útil para lo público y lo productivo.
Conmemorar el 2 de octubre no es posar frente al pasado, sino corregir el presente. Honramos a ese año 1968 cuando garantizamos que nadie tema por expresarse en un aula; cuando un rector abre datos, un consejo discute de cara a la comunidad, una autoridad investiga con rigor y sin filias, un profesor forma criterio y no clientelas, y un estudiante protesta con razones, no con piedras. La memoria vale si incomoda lo suficiente como para cambiar nuestras prácticas.