Quienes trabajamos de cerca con el juicio de amparo sabemos que no es un trámite más. Es, quizá, el instrumento jurídico mexicano más importante que hemos aportado al constitucionalismo universal. Un recurso nacido para poner límites al poder y proteger al ciudadano cuando se enfrenta con el aparato del Estado. Por eso, cada vez que alguien toca la Ley de Amparo, lo mínimo que deberíamos hacer es encender las alarmas, porque es precisamente con este instrumento que están en juego derechos y patrimonios, e incluso vidas en algunos casos.
La reforma aprobada esta semana en comités del Senado ha causado tanto elogios como críticas. Se presenta como una actualización necesaria, casi inevitable, de una norma que como todo organismo vivo necesita adaptarse a nuevas realidades. En la reforma presentada se advierten puntos de mejora, como la incorporación del juicio de amparo digital. Hoy resulta absurdo imaginar que sigamos atados únicamente al papel, cuando gran parte de la vida pública ya se procesa en pantallas. Poder promover y seguir un amparo en línea es un paso lógico hacia una justicia más cercana, más rápida y menos costosa, siempre y cuando no se deje fuera a quienes no tienen acceso a internet o no dominan las tecnologías. De lo contrario, el remedio se convertiría en una nueva forma de exclusión.
Otro aspecto positivo está en los plazos y sanciones. Durante décadas, uno de los grandes dolores de cabeza del sistema ha sido la falta de cumplimiento de las sentencias de amparo. Autoridades que, sin justificación ignoran resoluciones, alargan plazos o se escudan en la burocracia. Establecer tiempos concretos y consecuencias para el desacatamiento parece no solo justo, sino urgente. Aquí sí puede haber un beneficio directo para los ciudadanos, ya que de poco sirve ganar un juicio si la autoridad lo acata “cuando pueda”.
No obstante, existen puntos de riesgo, como dice Fix-Zamudio, el amparo no se entiende sin su dimensión garantista, y es justamente ahí donde la reforma empieza a ensombrecerse. El punto más delicado es la restricción de la suspensión. En términos sencillos, si alguien es detenido de manera irregular, si le bloquean las cuentas sin debido proceso, o si enfrenta una medida que lo perjudica de inmediato, lo único que puede contener el daño mientras se revisa el fondo es la suspensión. Privar a las personas de esa posibilidad equivale a dejarlas desarmadas frente al poder estatal. Y no es alarmismo injustificado, la suspensión ha salvado a inocentes de pisar la cárcel, a familias de perderlo todo y desde luego, ha evitado que persecuciones políticas sean más comunes y lesivas.
Sobre ello, la reforma señala que no habrá suspensión en casos como bloqueos financieros o deudas públicas, y en algunos supuestos solo se concederá si el quejoso acredita el origen lícito de los recursos. Esto, en términos sencillos significa que se invierte la lógica del proceso, puesto que el ciudadano ahora debe probar que es inocente antes de que el juez lo proteja, cuando en realidad es el Estado el que tendría que demostrar lo contrario. Desde el punto de vista de derechos humanos, es un retroceso preocupante.
A esto se suma un efecto que quizá no se advierte de inmediato, el riesgo de presionar a los jueces, porque de entrada fijarles plazos puede sonar bien (como se dijo en párrafos anteriores), pero si esos plazos son demasiado rígidos, la justicia se convierte en un sprint, y la prisa en el mundo judicial es enemiga de la reflexión. Debemos recordar que un amparo no es una simple receta con pasos a seguir,sino una aplicación de principios constitucionales al caso concreto, y eso exige tiempo, estudio y prudencia.
Ahora bien, si analizamos la reforma en su conjunto, se advierte una clara tensión, por un lado, se fortalece al Estado, se modernizan procedimientos, pero por el otro se debilita el derecho de la ciudadanía en los momentos más críticos de la defensa. La balanza comienza a inclinarse, no hacia la persona como debería de, sino hacia la autoridad.Y aquí conviene recordar que el amparo nació precisamente como antídoto contra la arbitrariedad estatal. Si perdemos de vista esa esencia, el juicio de amparo deja de ser lo que es para convertirse en una formalidad más, quitando el escudo protector a la ciudadanía, pasando a tener apenas un trámite.
Un último punto que no debe pasar inadvertido es el de los requisitos de interés jurídico y legítimo. La reforma reconoce, en principio, que la afectación puede ser individual o colectiva, lo cual es un avance. Pero también plantea interrogantes: ¿cómo se definirá en la prácticaquién tiene un interés legítimo válido? ¿se abrirá la puerta a una tutela más amplia de derechos colectivos, como el medio ambiente o la salud? ¿o se reducirá el alcance bajo criterios restrictivos que terminen cerrando las puertas a las comunidades y colectivos?Estas preguntas no son menores. Definir quién puede ir al amparo es definir quién tiene voz frente al poder. Y esa discusión, créanme, merece un análisis aparte (materia de otro artículo).