Hace unos días tuve una charla de esas que revelan más de lo que uno espera. En la mesa se sentaron un político que, en teoría, debería cargar con las banderas de la derecha, y un joven líder sindical que, en teoría, tendría que ser progresista y de izquierda. Dos mundos que, según los manuales de ciencia política, deberían repelerse como polos opuestos. Y sin embargo, ¡sorprais!, coincidían en la mayoría de los diagnósticos, necesidades y soluciones para la gente del territorio en el que se desarrollaba la conversación.
La moraleja es clara, esas etiquetas ideológicas del siglo XX “derecha, izquierda, liberal, socialista” se han convertido en piezas de museo. Hoy son más lastre que brújula, un estorbo para construir escenarios políticos que realmente pongan en el centro al ciudadano, y no a los clubes de Tobi disfrazados de partidos políticos ni a los carteles cuasimonopólicos que administran el poder como si fueran franquicias de hamburguesas.
En la conversación, tanto el político como el sindicalista eran pragmáticos, cada uno defendiendo los intereses de su organización. Pero quedó claro que, a través del diálogo y del conocimiento, la convergencia hacia el bien común no es imposible. Es más, surge de manera natural cuando se deja de hablar en claves de dogma y se empieza a pensar en claves de realidad.
Fue entonces cuando recordé a Joseph Stiglitz y su concepto de “capitalismo progresista”. Un modelo que propone equilibrar las fuerzas del mercado con las necesidades sociales, desmontando la ficción del neoliberalismo extremo que, lejos de fortalecer al capital, lo ha debilitado al crear desigualdades estructurales y distorsionar los propios mercados. La premisa es muy simple y, al mismo tiempo, revolucionaria, la economía debe estar al servicio de la sociedad, y no la sociedad encadenada a los caprichos de la economía.
En “Camino de libertad”, Stiglitz va todavía más lejos. No se trata de maquillar al capitalismo con programas sociales solamente, sino de rescatar la idea de que los mercados necesitan reglas claras, instituciones sólidas y un Estado que no sea ni leviatán ni espectador indiferente, sino árbitro que garantice oportunidades reales. Porque, nos dice, la verdadera libertad no es esa premisa neoliberal de “el que pueda, que sobreviva”, sino la capacidad efectiva de las personas para desplegar sus talentos y vivir con dignidad. La igualdad de oportunidades no es retórica, es condición de posibilidad de cualquier democracia que no quiera autodestruirse.
Ahora bien, mientras uno lee estas ideas y pensamos en nuestro México, la disonancia es inevitable. Nuestra presidenta parece gastar demasiado capital político en defender el legado de su antecesor, como si la historia y la verdad necesitara abogados defensores desde Palacio Nacional. Nadie discute que el liderazgo del expresidente Andres Manuel Lopez Obrador fue determinante, pero ¿cómo encajar en pleno 2025 la gestión cotidiana de un país con el mantra de “primero los pobres”, si la realidad muestra contradicciones un día sí y otro también? Muchos viajes y herencias surgen dia con día.
El ritual de cada mañana se ha convertido en un duelo contra “comentócratas” , como les llaman desde la tribuna presidencial. Mientras tanto, los problemas estructurales del país siguen acumulándose como baches en el periferico: inseguridad, desigualdad, falta de innovación, crisis climática, precariedad laboral. Y nosotros, entretenidos con discusiones huachicoleras de gasolina, de poder, de lealtades; que nos distraen del verdadero debate: ¿qué modelo de país estamos construyendo?
Stiglitz lo dice claro, un capitalismo sin brújula social termina siendo autodestructivo. Y México, si no redefine y consolida pronto su camino en unidad, corre el riesgo de quedarse atrapado en el peor de los mundos, con una clase política obsesionada con símbolos y pleitos de coyuntura, con una clase empresarial “de cuates” esa donde se socializan las pérdidas y se privatizan las ganancias y con una ciudadanía que sigue esperando que alguien tome en serio la promesa de libertad y bienestar.
¿Primero los pobres? Claro. Pero no en los discursos. No en los spots. No en la retórica mañanera. Primero los pobres en las decisiones estructurales, en el presupuesto, en la política industrial, en la educación, en la innovación y en el Estado de derecho. Lo demás, puro humo. ¿ Urgente una oposición con rumbo y patriota ?
Como advierte Joseph Stiglitz: “El éxito del capitalismo no puede medirse por la riqueza de los de arriba, sino por la prosperidad compartida que genera para la mayoría.”