Hablar de feminismo siempre levanta incomodidades. Para mucha gente, todavía significa lo mismo que decir “mujeres locas, resentidas o desequilibradas”, como si quienes se identifican con esta lucha fueran un grupo aislado que busca imponer un caos social. El feminismo ha sido reducido por prejuicios, chismes y estereotipos, a un berrinche colectivo que no merece atención. Sin embargo, si uno observa con un poco de honestidad, verá que son precisamente los cuerpos feministas los que hacen el trabajo más difícil y más peligroso en nuestras comunidades.
En Aguascalientes, por ejemplo, son los colectivos feministas quienes acompañan la búsqueda de víctimas de desaparición forzada. Y aquí hay un punto que derrumba de inmediato el cliché de “solo se preocupan por las mujeres”: la mayoría de las víctimas que buscan son hombres. Hermanos, padres, hijos, parejas. Esas mujeres “locas” que muchos se empeñan en descalificar son las mismas que caminan los terrenos baldíos, que pegan fichas, que se organizan para exigir justicia en un Estado que constantemente se lava las manos. Entonces, ¿cómo es posible seguir sosteniendo que el feminismo es odio o exageración?
Lo contradictorio es que, al mismo tiempo que las feministas están en la calle sosteniendo la búsqueda de otros, el discurso público insiste en negar la desigualdad de género. Hay una resistencia enorme, sobre todo en los hombres, para reconocer que el papel de la mujer en la sociedad ha sido sistemáticamente limitado. Como si aceptar esa realidad fuera un golpe personal. Es común escuchar frases como: “ya tienen los mismos derechos”, “quieren igualdad hasta que tienen que levantar un garrafón”, o la más desgastante de todas: “ahora a las mujeres se les cree cualquier cosa”. Este tipo de respuestas niega de raíz la experiencia cotidiana de millones de mujeres, y también niega las estadísticas, la violencia visible, la carga desigual de trabajo doméstico, la discriminación laboral.
Lo que pasa es que, en el fondo, muchos hombres (y también muchas mujeres) no quieren que cambie el papel de la mujer. No es que no entiendan, es que no quieren entender. Porque si la mujer deja de cargar con todo lo doméstico, alguien más tendrá que hacerlo. Porque si la mujer ocupa los mismos puestos de liderazgo, entonces ellos dejarán de ser los únicos en decidir. Y porque aceptar que existe discriminación implicaría también cuestionar sus privilegios, y eso no es cómodo. Se trata menos de ignorancia y más de miedo a perder un lugar en la jerarquía que siempre les ha favorecido.
Y aquí se conecta el malentendido más grande: el feminismo no es una guerra contra los hombres. El feminismo es, más bien, un movimiento que cuestiona un sistema injusto en el que, paradójicamente, también los hombres sufren. ¿O acaso no es violencia contra los hombres mismos que los colectivos feministas tengan que salir a buscar a los desaparecidos? ¿No es violencia que un joven desaparezca por una disputa absurda de territorio o por la indiferencia de las autoridades? ¿No es acaso también un problema masculino esa obligación de “ser el fuerte”, “ser el proveedor”, “no llorar nunca”? El feminismo no es locura, es humanidad puesta en acción, y por eso incomoda: porque desenmascara un sistema que preferiría mantenerse intacto.
Lo que más duele es ver cómo se repite el mismo patrón: los que más se resisten a escuchar son quienes más se beneficiarían de un cambio. Los hombres que niegan la discriminación de género no alcanzan a ver que el feminismo también les ofrece libertad. Libertad para no cargar con expectativas de virilidad, para no esconder sus emociones, para no definir su valor únicamente por el dinero que ganan. Pero esa libertad solo puede construirse si se acepta que hay desigualdad, que hay violencia, y que cambiar es urgente.
Al final, lo que queda claro es que el malentendido del feminismo no surge de lo que las feministas hacen, sino de lo que otros no quieren enfrentar. Mientras los colectivos feministas en Aguascalientes se desgastan buscando vidas que el Estado dejó de buscar, hay personas que siguen creyendo que se trata de mujeres “exageradas” o “sin qué hacer”. ¿Cómo se puede sostener esa contradicción sin sentir vergüenza?
Quiero cerrar con una anécdota que me marcó. En una clase de filosofía, un profesor lanzó una pregunta con toda la intención de exhibirnos, como si quisiera desnudar la “hipocresía” de los discursos de inclusión. Nos dijo: “¿Y ustedes, mujeres, estarían cómodas si un hombre entrara al baño de mujeres solo porque dice que se asume mujer?”. Su pregunta pretendía mostrarnos lo absurdo de nuestra defensa por la inclusión. Pero lo que a mí me sorprendió no fue la pregunta en sí, sino la superficialidad detrás de ella. Cómo alguien tan estudiado, con tantos libros leídos, podía quedarse en esa superficie y no hacerse una pregunta más profunda, más necesaria: lo verdaderamente urgente no es si un hombre entra al baño de mujeres diciendo que se identifica como mujer. Lo que debería cuestionarse, lo que debería incomodarnos a todos, es por qué desde el inicio nos da miedo que un hombre entre al baño de mujeres. Esa es la raíz del problema. Esa es la violencia que el feminismo pone sobre la mesa y que muchos prefieren no ver.