Jorge Antonio Rangel Magdaleno | 18/09/2025 | 11:30
La reforma judicial prometía reconciliar mérito y legitimidad. Sin embargo, su estreno quedó marcado por cuatro palabras que pesan como sentencia: tómbolas, acordeones, abstención y renuncias. Nada dice “confianza” cuando el primer acto para elegir jueces, magistrados y ministros se decide al ritmo de la suerte: tómbolas para arrancar un proceso que, por definición, debía mostrar rigor, deliberación pública y evaluación comparativa. El azar puede ayudar a dirimir empates; no a inaugurar carreras judiciales.
Para una ciudadanía enfrentada a boletas extensas (con decenas de nombres y múltiples cargos por elegir) la elección se percibió como un laberinto. La desconfianza se amplificó con los “acordeones”: listas de “voto sugerido” que circularon profusamente y coincidieron con resultados calcados. La coreografía es conocida: se sustituye la reflexión por la obediencia de plantilla, se uniforman preferencias y, al final, se premia la disciplina más que la idoneidad. Cuando el elector marca como quien copia una guía, el mensaje a los futuros juzgadores inquieta: la independencia deja de ser virtud y estorba.
Peor aún, la jornada transcurrió con participación ciudadana preocupantemente baja. La legitimidad democrática, nos guste o no, también se mide en pies que caminan a las urnas. Elegir árbitros de última instancia con una base tan exigua deja a los nombramientos atravesados por una duda de origen: ¿a quién representan cuando la mayoría, simple y llanamente, no fue? El mandato es legal, sí; pero nace sociológicamente estrecho.
A ello se suma el flanco de la elegibilidad: años de práctica, certificaciones, trayectorias limpias y comprobables. El escrutinio ocurrió en tiempos comprimidos, entre miles de registros y una administración que corría por delante del calendario. El resultado es una verificación formal que no necesariamente acredita solvencia material. Y la duda, en justicia, es veneno lento: contamina procedimientos, desgasta resoluciones y abre la puerta a impugnaciones interminables.
El cuadro se completa con renuncias a días de haber arrancado; trascendió que, en no pocos casos, la decisión no fue del todo personal, sino empujada desde fuera. El dato no es sólo administrativo; es simbólico. Quien desiste antes de empezar sugiere que la toga pesa más que el expediente. La curva de aprendizaje se volvió puerta giratoria y el ciudadano, ya escamado, entiende la señal más dura: si quienes ganaron no pueden (o no quieren) sostener el encargo, quizá el proceso eligió disponibilidad, no mérito.
¿Qué hacer? Transparencia radical, ya: publicación íntegra y navegable de expedientes de elegibilidad (con versiones públicas testadas), bitácoras de evaluación, criterios de desempate y razones precisas de cada renuncia. Auditoría independiente del proceso (incluida la trazabilidad de “acordeones”) y un protocolo que destierre la tómbola como mecanismo de arranque: concursos con rúbricas públicas, paneles de preguntas sustantivas y comparecencias abiertas. Capacitación obligatoria y evaluación periódica con consecuencias: quien no alcance estándares, se va; quien arbitre con excelencia, progresa.
La justicia no puede descansar en el azar, ni en la disciplina de papel, ni en el silencio de los ausentes. Si este sistema quiere perdurar, debe demostrar pronto que puede convertir una elección accidentada en una carrera judicial profesional y autónoma. Que la próxima noticia no sea otra renuncia ni otro “acordeón”, sino una sentencia que recuerde por qué valía la pena cambiar.