El Estado de derecho en México existe… al menos en los discursos oficiales y en las conferencias mañaneras. Para que realmente exista, debería cumplirse lo básico: que haya normas claras, que las instituciones se apeguen a ellas, que los jueces sepan de derecho y no solo de política, que las sanciones se apliquen parejo y que las autoridades respeten los límites de su poder. Ahora bien, ¿qué hemos visto este año? Exactamente lo contrario.
La norma existe, sí. Pero las instituciones no la cumplen ni la hacen cumplir. No por falta de leyes, sino porque quienes están detrás de ventanillas, escritorios y tribunales simplemente no saben dar el servicio, o peor aún, no quieren. La burocracia se convierte en un laberinto donde el ciudadano queda atrapado, y la justicia se transforma en un trámite kafkiano.
Después de la reforma judicial, el desbalance republicano se inclinó a favor de un solo partido. Los nuevos jueces y magistrados no destacan precisamente por su experiencia ni por su buena reputación; más bien parecen seleccionados con el criterio de “¿me eres leal o no?”. El resultado es obvio: la punibilidad se aplicará a modo, y la certeza jurídica quedará como pieza de museo. Los errores de las nuevas personas juzgadoras costarán caro, aunque ellos lo llamen “aprendizaje democrático”.
Lo más triste es que el Estado de derecho queda reducido a promesa vacía. Si hubiera verdadera intención de respetarlo, esa reforma nunca habría pasado. Los ministros que la avalaron tendrían que haber reconocido que el proceso fue incorrecto. Pero no: cuando se les cuestiona, responden con cinismo que fue “golpe de suerte” y que hay que aprovecharlo. El interés personal siempre por encima del colectivo.
Y en Aguascalientes, ¿qué pasó? Pues algo que la 4T hubiera aplaudido, pero que terminó ejecutando el PAN: es muy cuestionable la presidencia del Tribunal de Justicia del Estado, está ahí, sin que reuniera los votos necesarios. El modus operandi fue el mismo que tanto criticaban. Es decir: cuando eran oposición juraban defender la democracia; ya en el poder aplican la receta darwiniana de la política mexicana: adaptarse, agandallar y conquistar. Jugar a la laguna legal. Aprovecharla de esa manera no me da muy buena espina de quién será la autoridad garante de justicia.
¿El argumento? Muy simple: “Si no lo hacemos, nos comen”. Así, lo que debía ser un contrapeso se convierte en una copia barata del centralismo. La justicia queda en segundo plano y los partidos se reparten las instituciones como si fueran casillas de feria.
En otros países pasa algo muy distinto. Allá un funcionario renuncia por usar indebidamente la tarjeta de viáticos, aunque sean unos cuantos euros. Aquí, en cambio, un político puede desviar millones, regalar notarías a los cuates y todavía salir en entrevistas diciendo que “tiene la conciencia tranquila”. El contraste es brutal: allá pesa la carga moral; aquí, la moral se acomoda según la encuesta del día.
¿Cuándo veremos en México a políticos con esa visión de estadista? Difícil, porque aquí el primer principio no es servir al pueblo, sino servirse del pueblo. Hasta que no haya un mínimo de sentido común ético en la clase gobernante, no habrá cambio real. Y el ejemplo que tenemos hoy es desolador: todo es permisible si perteneces al movimiento político adecuado, si respetas las jerarquías informales y si sabes a quién rendir pleitesía.
Repito: nuestra política es sobre los actores y no sobre los partidos y sus propuestas. Seguimos viendo a los políticos como señores feudales, las encomiendas de un título nobiliario no distan mucho de lo que hace un delegado, un presidente municipal, un congresista. Los tratan igual y los usan para lo mismo: mantener el control en la región.
¿Qué hacer entonces? Primero, emancipar a la ciudadanía y a la clase trabajadora, garantizando tiempo y espacio para participar en lo público. Mejorar las condiciones materiales de vida, capacitar en trámites y derecho, enseñar cómo funciona el sistema político y destinar presupuesto real a la educación cívica.
Segundo, proteger la dinámica económica desde lo estatal: regularizar la materia laboral, reconocer a los servidores públicos como trabajadores con derechos y no solo como “de confianza”, y limitar las partidas presupuestales de los partidos políticos. Que la militancia pague su propio crecimiento, y no el contribuyente.
De lo contrario, nuestra democracia seguirá secuestrada por quienes compran lealtades a cambio de despensas, becas o dinero en efectivo. Y así, poco a poco, nos convencen de que la impunidad es normal, que el agandalle es inevitable y que “todos hacen lo mismo”.
Lo dijo alguna vez un político mexicano con singular descaro: “Lo que no se prohíbe, está permitido”. En México hemos perfeccionado la versión más cínica: “Lo que se prohíbe, también”.