Dr. Mauricio López | 11/09/2025 | 11:18
En México, cada año miles de jóvenes sueñan con llegar a la universidad. Sin embargo, para muchos, ese camino se interrumpe mucho antes. La deserción en el bachillerato alcanza hoy el 8.7%, de acuerdo con datos oficiales, y los análisis del Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO) muestran que apenas una fracción logra ingresar a la educación superior.
Detrás de estas cifras se esconden historias de vida marcadas por la desigualdad: adolescentes que abandonan la escuela para trabajar, jóvenes que deben elegir entre seguir estudiando o apoyar la economía familiar, estudiantes que enfrentan entornos de violencia, adicciones o carencias afectivas que no aparecen en los planes de estudio, pero pesan más que cualquier examen.
Cuando un joven deja la escuela, no solo pierde la oportunidad de continuar su formación; el país entero pierde talento, creatividad y esperanza de movilidad social. El sistema educativo, diseñado para incluir, termina reproduciendo la exclusión.
El problema no es únicamente pedagógico: es también social y estructural. No basta con mejorar los contenidos académicos o ampliar las opciones de ingreso; se necesita una política integral que atienda la desigualdad desde la raíz: apoyos económicos suficientes, acompañamiento psicosocial, espacios seguros, y, sobre todo, la convicción de que la educación es un derecho, no un lujo.
En este contexto, los alumnos nos muestran una realidad clara: quieren seguir aprendiendo, pero necesitan condiciones para hacerlo. La resiliencia de millones de jóvenes que estudian a pesar de la pobreza, la violencia y la falta de reconocimiento, es admirable. Pero no podemos depender solo de su esfuerzo individual; como sociedad debemos garantizarles un camino más justo y humano.
Porque en un país donde estudiar se vuelve un privilegio, el futuro de todos está en riesgo. La educación debería ser el terreno más fértil para sembrar igualdad y esperanza, y no una carrera con obstáculos que muchos no logran superar.