En política, la historia rara vez camina en línea recta; suele dar vueltas hasta confundirse con su propio reflejo. Lo que ayer fue oposición hoy gobierna con los mismos métodos que denunció, y lo que se presumía como ruptura termina en continuidad. Italia lo conoció en carne propia con la Restauración que quiso borrar la Revolución; España lo vivió con la falsa alternancia de la Restauración borbónica; y México lo padece cada sexenio. El PRI se transfiguró en MORENA, pero la lógica es idéntica. Se perpetúa el poder bajo un nuevo color, desde un populismo inmenso hasta el oficialismo y la mano dura que antes criticaban.
El evento de Claudia Sheinbaum en Aguascalientes es un buen ejemplo de esta necesidad de “ganar”. Con 15 mil personas reportadas en el Foro de las Estrellas, en contraste con las 14 mil en León, se mostró que la política del espectáculo se mide por cifras y comparaciones más que por contenido o impacto. Funcionarios de gobierno fueron cesados de sus actividades para asistir, se desplegaron carteles de apoyo a la ejecutiva estatal e incluso hubo uno que otro abucheo a la científica.
Al terminar el evento, la prensa local denunció haber sido retenida por personal de staff y elementos de seguridad. Aunque la presidenta ya había abandonado el recinto y el espacio estaba prácticamente vacío, los medios no pudieron salir hasta que comenzaron a grabar la situación. No fue la primera vez este año. Durante una visita previa en Rincón de Romos el procedimiento fue el mismo. A las nuevas caras de siempre no les importa si debes salir a “perseguir la chuleta”, a atender a alguna emergencia o si te llama la naturaleza. Esperas hasta que la Presidenta esté bien lejos. No vaya a ser que la alcances en el aeropuerto.
La cercanía con la ciudadanía, entonces, parece un gesto calculado. Un poder que se proclama cercano puede al mismo tiempo ejercer control y someter a quienes documentan lo que ocurre.
Las manifestaciones de pacientes renales y ambientalistas en defensa de La Pona pasaron casi desapercibidas. No hubo represión, pero tampoco reconocimiento. Fueron ignoradas. Y claro, el poder decide qué voces merecen atención y cuáles pueden ser acalladas por omisión. La democracia, en estos términos, se reduce al arte escenográfico con grandes cifras, aplausos coreografiados y gestos de benevolencia frente a quienes protestan.
Se dijo desde el templete que gobernar es rendir cuentas. La frase habría sonado convincente si no hubiera sido contradicha por los hechos. Retener a la prensa no es rendición de cuentas; “echarte la mano” con las cifras -o llevar varios camiones- no es cercanía con la gente; ignorar las protestas no es diálogo. La política parece moverse en círculos. Se cambian los nombres, los colores y los discursos, pero la estructura del poder permanece inalterable.
Al final, los ciudadanos no pueden limitarse a ser espectadores. Las nuevas generaciones, conscientes de que las causas no se defienden con aplausos y una torta bajo el brazo, tendrán que decidir si aceptan la escenografía o -como repetiré hasta el dolor- reclaman su derecho a incomodar, a poner en evidencia al poder y a exigir que la democracia sea algo más que un espectáculo