1 de septiembre de 2025, primer informe de gobierno de Claudia Sheinbaum. El país vive con el ceño fruncido y no es para menos. El Edelman Trust Barometer 2025 revela que seis de cada diez mexicanos sienten un agravio moderado o alto contra el gobierno, las empresas y las élites económicas. Ese malestar no es solo una anécdota, se traduce en un desplome de confianza, en la idea de que quienes toman decisiones son menos éticos y menos competentes. Dicho de otro modo, las instituciones ya no convencen, y mucho menos son confiables.
Ese agravio social se ha convertido en el motor principal de la política mexa. Antes, los partidos competían con programas de gobierno y promesas de eficiencia. Hoy, lo que mueve votos no son los resultados, sino la capacidad de encarnar el enojo colectivo. La indignación ya no es un síntoma, es la nueva moneda de cambio y perorata politica.
En este ambiente, las instituciones parecen caminar sobre arenas movedizas. La elección masiva de jueces, ministros y magistrados, que el oficialismo presentó como la gran cirugía contra la corrupción, ha colocado al Poder Judicial en jaque. Sí, el discurso fue el de “democratizar la justicia”, pero el efecto inmediato es otro: una Corte y miles de tribunales ahora en manos de una mayoría política, lo que levanta sospechas de parcialidad y dependencia. En lugar de sanar la herida de la desconfianza, la reforma amenaza con hacerla mas profunda.
A la par, el país enfrenta una tormenta de violencia que no cede. En Chiapas, comunidades enteras viven entre el fuego cruzado de grupos armados y las nuevas operaciones federales. En Jalisco, jóvenes desaparecen bajo la sombra del crimen organizado, dejando un rastro de horror y desamparo. Y como si no bastara, la confesión de culpabilidad de “El Mayo” Zambada en Estados Unidos no solo exhibe décadas de complicidad entre narcotráfico y Estado, sino también anticipa una reconfiguración peligrosa en el mapa criminal.
El panorama económico tampoco ofrece respiro. La deuda crece, los déficits fiscales se acumulan y, de fondo, la captura de contrapesos institucionales preocupa a los inversionistas y a muchos ciudadanos. La narrativa oficial habla de soberanía, pero los mercados al parecer escuchan incertidumbre.
Mientras tanto, en el terreno internacional, México lidia con un tablero hostil. La administración de Claudia Sheinbaum enfrenta las presiones de un Donald Trump recargado en Washington, empeñado en endurecer las reglas comerciales, energéticas y migratorias. Lo que en el discurso interno se vende como “profundización de la transformación”, en el exterior se percibe como fragilidad institucional y riesgo para la inversión.
A todo esto se suma la cuenta pendiente en derechos humanos. El país sigue siendo un terreno minado por la impunidad y la violencia sistémica, las desapariciones no dan tregua, desplazamientos, ejecuciones. La promesa de colocar a las víctimas en el centro se estrella contra la realidad de instituciones debilitadas y un Estado incapaz de garantizar justicia, sobre todo por la debilidad institucional local.
Claudia Sheinbaum carga con un doble reto, gobernar un país agraviado y hacerlo bajo la sombra de los lastres políticos heredados. Las prácticas de simulación, la corrupción enquistada, la violencia desbordada y la erosión de contrapesos no empezaron con su gobierno, pero ahora son su responsabilidad. El margen de maniobra se achica y la paciencia social se agota.
En este contexto, surge la pregunta de si necesita dar un manotazo sobre la mesa. No en el sentido autoritario del golpe de fuerza, sino como gesto de autoridad política, para marcar distancia con la complacencia, romper inercias y demostrar que puede gobernar sin convertirse en rehén de los mismos vicios que prometió erradicar. La continuidad del obradorismo es su plataforma, pero la capacidad de imprimir sello propio será lo que defina su legado.
El agravio social no se disuelve con discursos ni con reformas a medias, requiere decisiones firmes, transparencia radical y voluntad política de corregir los excesos heredados. Si Sheinbaum logra traducir ese enojo colectivo en políticas que cierren brechas y fortalezcan instituciones, podrá transformar la indignación en confianza. Si no, el agravio se volverá contra ella y contra la cuarta transformación que dice encabezar.
México navega entre la protesta y la gobernabilidad, entre la necesidad de justicia y la tentación de administrar la indignación como si fuera combustible electoral. Septiembre de 2025 pasará a la historia como el mes en que quedó claro que el país ya no se mueve por esperanza, esa esperanza que surgió de su movimiento, como promesa, pero que al parecer hoy representa una herida. Y que, frente a esa herida, la presidenta tiene que decidir si será cirujana… o cómplice del malestar y rehén de los que añoran al padre fundador de su movimiento.
Como advirtió Daniel Cosío Villegas: “La crisis de México es, en el fondo, la crisis de su clase dirigente.”