Dr. José Antonio Quintero Contreras | 25/08/2025 | 17:49
En México, el agua se ha convertido en un asunto de seguridad nacional. Sequías prolongadas, sobreexplotación de acuíferos y presión demográfica han llevado al límite un recurso que históricamente se consideraba abundante. La crisis hídrica ya no es un escenario futuro: es una realidad que afecta a agricultores, ciudades y ecosistemas. En este contexto, resurge con fuerza el debate sobre el Tratado de Aguas de 1944, que obliga a México a entregar 1,750 millones de metros cúbicos cada cinco años a Estados Unidos desde el Río Bravo. Un compromiso internacional que, en tiempos de abundancia, era asumible, pero que hoy, en medio de estrés hídrico y presiones geopolíticas, se percibe como un desafío estratégico para el país.
El tratado se diseñó en un contexto muy distinto: consolidar la cooperación bilateral tras la Segunda Guerra Mundial. Estados Unidos se comprometió a entregar a México 1,850 millones de m³ anuales desde el río Colorado, mientras México aportaría desde el Río Bravo. Durante décadas funcionó, pero el cambio climático y la sobreexplotación de cuencas han modificado la ecuación. Hoy, estados como Chihuahua y Tamaulipas han sufrido tres años consecutivos de sequía severa, lo que ha generado enfrentamientos entre productores agrícolas y autoridades encargadas de liberar agua hacia el país vecino. En 2020 hubo bloqueos de presas por parte de campesinos; en 2025 la tensión vuelve con mayor gravedad: los volúmenes disponibles son menores y la presión política más fuerte.
La situación se explica en cifras. Según Conagua, 42 % del territorio nacional presenta sequía severa o extrema. De los 653 acuíferos identificados en el país, 115 están sobreexplotados. El Valle de México depende en 30 % del Sistema Cutzamala, que en 2024 se encontraba a menos de 45 % de capacidad, un nivel crítico que amenazaba con racionamientos masivos; en agosto de 2025, gracias a inversiones por 660 millones de pesos y lluvias intensas, las reservas subieron a 67.8 %, alejando temporalmente el fantasma del “Día Cero”. La capital también enfrenta un fenómeno adicional: el hundimiento del suelo hasta 30 cm por año, producto de la extracción excesiva de agua subterránea.
A escala global, México ocupa ya el lugar 26 en el ranking de estrés hídrico elaborado por el WorldResourcesInstitute. Esto implica que la disponibilidad anual de agua por habitante se reduce cada vez más: de más de 10,000 m³ en 1950 a menos de 3,500 m³ en 2025, acercándose al umbral de “estrés hídrico severo” de la ONU (1,700 m³).
Frente a este escenario, la tecnología ha sido presentada como una salida. En Baja California se han desarrollado plantas desaladoras para abastecer a Tijuana y Ensenada, aunque con altos costos energéticos. En la frontera, la cooperación con EE. UU. ha derivado en proyectos de saneamiento como el firmado en julio de 2025: México se comprometió a acelerar la inversión de 93 millones de dólares en Tijuana para modernizar su sistema de alcantarillado y reducir el flujo de aguas negras hacia San Diego. Además, la agricultura de precisión y los sistemas de riego tecnificado avanzan en Sonora y Sinaloa, pero aún cubren menos del 15 % de la superficie agrícola nacional. La brecha tecnológica es evidente: mientras países como Israel reutilizan más del 80 % de sus aguas residuales, México apenas alcanza un 14 %.
El agua se ha convertido también en un recurso económico y político. En el norte del país, la disponibilidad de agua condiciona la instalación de parques industriales y el auge de la industria maquiladora. La relación agua–energía es clave: proyectos como los data centers, la manufactura automotriz o la producción de semiconductores dependen de un suministro hídrico estable. Aquí es donde el Tratado de 1944 adquiere un matiz de seguridad nacional: México no solo entrega agua por obligación histórica, sino que el cumplimiento del acuerdo se entrelaza con las cadenas de valor binacionales que sostienen el comercio México–EE. UU., hoy superior a 850,000 millones de dólares anuales.
El dilema se agudiza porque Estados Unidos también enfrenta estrés hídrico en el suroeste. El río Colorado, fuente clave para California, Arizona y Nevada, experimenta reducciones históricas de caudal, y los embalses Hoover y Glen Canyon han registrado mínimos no vistos en medio siglo. En ese contexto, Washington difícilmente aceptaría renegociar a la baja las entregas mexicanas. Para México, esto significa que cada quinquenio el cumplimiento del tratado compite con la seguridad alimentaria del norte del país, donde se produce hasta el 70 % de los granos y hortalizas de exportación.
El estado del arte en gestión del agua señala que el futuro depende de tres factores: gobernanza adaptativa que integre tratados internacionales al nuevo contexto climático; adopción acelerada de tecnologías de eficiencia, como desalación con energías renovables, reúso masivo de aguas residuales y monitoreo satelital de cuencas; y un modelo de inversión que priorice la resiliencia del recurso. Países como Singapur han alcanzado independencia hídrica gracias a una combinación de desalación y reúso; Israel convirtió al agua en vector de innovación agrícola global; España diversificó su abasto tras décadas de sequías. México aún se encuentra lejos de esos modelos, pero el escenario de crisis y la presión del Tratado de 1944 podrían acelerar una transición hacia esquemas similares.
El agua ya no es un recurso invisible ni un asunto exclusivamente ambiental: se ha convertido en variable geopolítica y de seguridad nacional. Para México, el reto no solo es cumplir con un acuerdo firmado hace más de 80 años, sino garantizar que, en el intento, no comprometa la viabilidad de su propio desarrollo económico y territorial. La renegociación, cuando ocurra, deberá trascender el simple intercambio de volúmenes y colocar en el centro la tecnología, la innovación y la resiliencia climática.
México tiene la oportunidad de transformar una obligación en una palanca de modernización hídrica binacional. La clave estará en negociar no solo metros cúbicos, sino inversiones estratégicas, transferencia tecnológica y flexibilidad climática. Solo así el “agua en deuda” dejará de ser una carga para convertirse en una oportunidad de cooperación en materia de seguridad nacional compartida.
(*) Ex Secretario Técnico de la Comisión de Recursos Hidráulicos
del Senado de la República.
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