Nos fascinan los autoritarios. Nos atrae la promesa de orden, la sensación de que alguien, un caudillo, un rey, un presidente o presidenta de voz grave y mano dura, será capaz de poner fin al caos. Es un hechizo tan viejo como el poder mismo, y tan recurrente en nuestra historia latinoamericana que parece formar parte de nuestro ADN político. Desde el segundo piso se alcanza a ver que no se trata de una anomalía, sino de una constante; la fragilidad de nuestras democracias abre siempre la puerta al regreso del “hombre fuerte”.
Desde enero de este año, Mr. Trump regresó al poder en Washington. Desde entonces, sus primeras órdenes ejecutivas dejaron claro que el guion sería el mismo de su primera presidencia, pero corregido y aumentado. En apenas sus primeros 100 días firmó más de 45 órdenes ejecutivas, entre ellas la salida de Estados Unidos de los Acuerdos de París y la suspensión de la cooperación con la OMS. El mensaje fue inequívoco, el aislacionismo trumpista regresaba con toda su fuerza.
Para México, el golpe simbólico y material fue inmediato, el Golfo de México volvió a estar en la mira de la Casa Blanca como reserva estratégica. La retórica de soberanía que ha impulsado la Cuarta Transformación encuentra así un adversario real en un vecino que entiende el petróleo no como recurso compartido, sino como extensión de su seguridad nacional. El dilema no es menor, hoy, casi el 80% de las exportaciones petroleras mexicanas dependen del mercado estadounidense, lo que deja en evidencia la fragilidad de la soberanía energética frente al imperio.
Pero la atracción por los autoritarios no se explica solo en términos geopolíticos. Es también una respuesta psicológica y cultural. Adorno hablaba de la “personalidad autoritaria”, predispuesta a refugiarse en jerarquías rígidas y a desconfiar de la complejidad democrática. En sociedades fracturadas, cansadas de la corrupción y del desencanto con las instituciones, esa personalidad se multiplica. Lo vemos en el Norte y lo repetimos en el Sur, se aplauden los modelos “Bukele”, quien promete resultados rápidos, aunque el costo sea la erosión de derechos y recursos.
Y allí está el otro rostro del problema, la explotación. América Latina ha sido, históricamente, un campo abierto para el saqueo de minerales, energía y mano de obra barata y disponible siempre, por las carencias estructurales. Como recuerda Greg Grandin en America, America, Estados Unidos ha construido su identidad imperial sobre la certeza de que el Sur es un espacio infinito de extracción. La Cuarta Transformación ha querido desafiar esa inercia, pero lo hace mientras depende todavía de un modelo extractivo que erosiona territorios y comunidades. El dilema es doble, resistir al imperio sin repetir la lógica del imperio hacia dentro.
Mientras tanto, nuestras sociedades se desgastan en guerras culturales que poco ayudan. La llamada ideología de género, que emergió de luchas legítimas, ha devenido en un campo de polarización interminable. En lugar de abrir espacios de consenso, ha radicalizado trincheras. Y mientras discutimos quién tiene la verdad sobre identidades, dejamos pasar la pregunta esencial ¿cómo evitar que los poderosos (los de siempre) sigan imponiendo su voluntad sobre la mayoría?
Aquí conviene recordar a Octavio Paz, quien en El laberinto de la soledad interpretó la figura de la Malinche como símbolo de una herida nacional, la idea de la traición interior, del entreguismo que nos persigue como destino. Esa sombra se reencarna una y otra vez, ahora mismo en la escena política, cuando una senadora, al servicio de un empresario que debe impuestos al SAT, actúa como mediadora dócil frente al poder económico y extranjero. Esa “malinchería” (esa disposición a entregar la casa al invasor) sigue siendo uno de los gestos que más nos dañan como nación, porque no solo se ceden recursos, sino dignidad y destino.
México enfrenta hoy una encrucijada. De un lado, la amenaza renovada de Trump y su agenda extractivista; del otro, la tentación interna de refugiarse en un caudillismo que tantas veces nos ha prometido salvación y tantas veces nos ha dejado con las manos vacías. La democracia se juega en esos dos frentes, hacia afuera, resistiendo al vecino imperial; hacia adentro, evitando que el líder se confunda con la nación y que las Malinches modernas entreguen lo poco que hemos recuperado.
Desde el segundo piso la conclusión parece clara e inevitable la fascinación por el autoritarismo no desaparecerá. Está demasiado arraigada en nuestras historias y en nuestras carencias. Pero sí podemos decidir si seguimos repitiendo la historia del Sur Global como tierra de obedientes y saqueados, o si, esta vez, aprendemos a decir que no. A Trump, al caudillo y al imperio. Como advirtió Karl Marx “La historia se repite, primero como tragedia y después como farsa.”
Sin educación, no habra futuro, ni properidad compartida posible.