Ricardo Heredia Duarte | 19/08/2025 | 13:29
En el México de hoy, el futuro se nos juega en dos tableros muy distintos pero íntimamente conectados, el virtual del Fortnite y el real de los campos de entrenamiento clandestinos descubiertos en varias regiones del país. La paradoja es brutal, mientras unos adolescentes libran batallas digitales desde la comodidad de su cuarto, otrosde carne y hueso, reciben adiestramiento en armas largas, tácticas de emboscada y resistencia física en campamentos del crimen organizado.
El contraste no debería sorprendernos tanto si entendemos que detrás de ambos escenarios opera la misma maquinaria; jóvenes en busca de adrenalina, reconocimiento y pertenencia en un país donde la escuela aburre, la política decepciona y la familia perdió su lugar como ancla de identidad.
Los datos internacionales confirman parte del cuadro. Según el Pew Research Center (2024), el 90% de los adolescentes en EE. UU. juega videojuegos, y el fenómeno se replica en México ( hoy existen poco más de 67 millones de jugadores de videojuegos) con matices propios. Lejos de satanizarlos, los juegos son hoy un refugio de socialización, pero también un espacio de simulación bélica en el que muchos jóvenes ensayan, aunque sea digitalmente, lo que luego algunos grupos criminales convierten en carrera real.
Lo inquietante es cuando la frontera se difumina. El hallazgo de campos de entrenamiento en estados como Sonora, Michoacán, Jalisco o recientemente en Aguascalientes ya no sorprende a las autoridades, aunque tampoco los desmantela de raíz. En ellos, muchachos de 14, 15 o 16 años practican con fusiles Barrett, simulan combates urbanos y se entrenan en resistencia física como si fueran parte de una milicia irregular. El paralelismo con la discusión contemporánea sobre la “infantería desechable” frente a los drones en las guerras modernas nos golpea con crudeza; en México, esa infantería barata son nuestros jóvenes, reclutados por la necesidad, la emoción o el simple vacío.
Aquí hay que detenernos. ¿Cómo se llega a que un adolescente de secundaria, que debería estar en un torneo de fútbol del barrio o en una liga de básquet organizada por el municipio, termine con un AK-47 colgado al hombro en la sierra? La respuesta está en el abandono institucional y en una cultura que, en vez de ofrecer alternativas, glorifica la estética de la “buchona” y del “alucín”. Esa tendencia juvenil bien documentada, empuja a los muchachos hacia un modelo aspiracional donde la camioneta de lujo, las cadenas de oro y la vida corta pero intensa se perciben más alcanzables que un título universitario en un sistema educativo atrapado en su propia burocracia.
La escuela, que debería ser la muralla de contención, se ha convertido en un trámite tedioso. Las aulas están más preocupadas por las disputas sindicales y las lealtades partidistas que por conectar con el mundo real de los jóvenes. El magisterio, cooptado por el partido hegemónico, dejó en segundo plano la formación crítica y la innovación pedagógica. Mientras tanto, los adolescentes consumen estímulos en exceso, pero casi ninguno con contenido que los ancle a la comunidad. No hay rituales colectivos que los ordenen, las fiestas patrias se vaciaron de sentido, las liturgias familiares se rompieron, y lo público ya no ofrece nada que los convoque, mas que a conciertos de corridos tumbados.
El resultado está a la vista, batallas campales entre pandillas juveniles en colonias populares, imposibles de contener por las policías municipales, mientras las ligas deportivas, los concursos culturales y los programas de recreación brillan por su ausencia. La adrenalina, cuando no encuentra cauce, explota en violencia.
Y aquí es donde los adultos cargamos con la culpa. Seguimos entrampados en debates fatuos sobre teorías económicas o en pleitos políticos estériles que parecen sacados del siglo pasado. “Primero los pobres” contra “primero los viajes”, como si de esa dicotomía saliera la salvación nacional, mientras funcionarios públicos acumulan fortunas que ningún emprendedor periférico podría soñar. Es el divorcio absoluto entre una clase política que juega a perpetuar su poder y una juventud que, literalmente, se juega la vida.
En los años noventa, los expertos en criminología advertían que el crimen organizado se sofisticaba, pero aún conservaba cierta distancia con la vida cotidiana de los adolescentes. Hoy ya no, el narco se metió en el barrio, en la música, en la moda, en las redes sociales y en los códigos de pertenencia. Es imposible combatirlo solo con la narrativa moralista del “no lo hagas”. El atractivo está en el espectáculo y en el vértigo que ofrece, no en el sermón que lo condena.
El gran reto para México no es solo de seguridad, sino de imaginación política y cultural. ¿Qué proyectos colectivos podemos ofrecer a los jóvenes que compitan con la fascinación de la vida criminal? La experiencia de algunos países muestra que invertir en deporte, cultura y espacios comunitarios reduce la captación criminal mucho más que militarizar el territorio. Pero aquí, los presupuestos para cultura y recreación se recortan año tras año, mientras los recursos para la guerra interna se inflan como si el ejército pudiera sustituir al maestro, al entrenador o al vecino que organiza un torneo en la colonia.
Desde el segundo piso, la vista es preocupante, con un país que corre el riesgo de perder a toda una generación entre la pantalla y el fusil, entre la estética de la “buchona” y la crudeza de un campo de entrenamiento clandestino. La pregunta es si tendremos la capacidad y la voluntadde rescatar a esos jóvenes antes de que se conviertan, literalmente, en la carne de cañón del siglo XXI.
Lo verdaderamente triste no es asumir que esta infantería juvenil desechable es un destino marcado, sino creer que ese alucinómetro, siempre “al 100”, puede sustituir lo que nunca les ofrecimos, sueños de verdad. Quizá lo más doloroso es que se la saben: “Pura marca cara, pero corazones vacíos”.