Jorge Antonio Rangel Magdaleno | 14/08/2025 | 16:04
En la era del “reenviar” y del “copiar y pegar”, la tentación de convertir el aprendizaje en un trámite es tan accesible como un enlace de WhatsApp. La escena se repite: bancos de ensayos circulando en grupos cerrados, tareas “de la generación pasada” disponibles en Facebook, y ahora, además, textos prolijos producidos por inteligencias artificiales en segundos. La pregunta no es si la tecnología puede hacerlo, sino qué sucede con la ética académica cuando el atajo se vuelve norma y el mérito, simple etiqueta.
El plagio ya no es solamente “copiar sin citar”: es delegar el juicio, externalizar la voz y renunciar al proceso de comprender. Las IAs suman un matiz nuevo: pueden ser una herramienta legítima —para explorar ideas, sintetizar información o proponer esquemas—, pero sin reglas claras se convierten en una fábrica de respuestas huecas. Frente a ello, apostar todo a detectores y castigos es tan ingenuo como pretender que el antivirus sustituya la higiene digital: la vigilancia nunca reemplaza a la convicción.
La ética no se decreta; se cultiva. Exige que universidades, docentes y estudiantes reconozcamos un pacto: aprender vale más que aprobar. Eso implica reforzar la formación ética desde el primer semestre, con discusiones explícitas sobre autoría, citación, colaboración y uso responsable de IA. No para moralizar, sino para entender por qué la integridad sustenta la confianza pública en los títulos, la investigación y las profesiones que de ellos emergen.
El otro pilar es la evaluación auténtica. Si los productos son fácilmente “tercerizables”, cambiemos el foco hacia el proceso y la evidencia de aprendizaje. ¿Cómo? Con portafolios que documenten borradores y decisiones; actividades realizadas con puño y letra reforzadas con una defensa oral breve que obliguen a explicar y sustentar; ejercicios con datos generados en clase o en el entorno local; bitácoras de laboratorio y reflexiones metacognitivas; tareas personalizadas que dialoguen con la realidad del estudiante; rúbricas que otorguen peso al razonamiento y no sólo al resultado final. Pedir una conclusión sin pedir el camino que la sostiene es invitar al atajo.
La IA también cabe en una evaluación ética si se establecen reglas transparentes: declarar cuándo se usó, para qué, con qué límites; diferenciar entre apoyo instrumental (tornear un esquema, revisar coherencia) y sustitución deshonesta del propio trabajo; enseñar a verificar, contrastar y corregir lo generado. No se trata de expulsar la tecnología del aula, sino de domesticarla al servicio del aprendizaje.
Finalmente, la cultura importa: códigos de honor vivos, compromisos de integridad firmados y discutidos, acompañamiento tutorial, y consecuencias proporcionadas cuando se falta a la verdad. La ética académica no es un obstáculo al éxito; es la condición de posibilidad de un logro que pueda sostenerse sin sonrojo.
Reforcemos, pues, la formación ética y la evaluación auténtica. Porque si todo puede copiarse, lo único que no debe perderse es aquello que nos hace dignos de confiar: el trabajo propio, el criterio propio y la responsabilidad de sostenerlos frente a cualquier algoritmo y contra toda viralización.
Jorge Antonio Rangel Magdaleno