“No hay democracia cuando el poder se elige a sí mismo,
cuando pone las reglas, los jueces y la porra.
Lo que queda es sólo una coreografía del control.”
En tiempos donde las palabras parecen haber perdido su peso original, urge detenernos y preguntar: ¿Seguimos llamando democracia a algo que cada vez se parece menos a ella?
La democracia, entendida no sólo como un procedimiento electoral, sino como una estructura ética de contrapesos, deliberación, libertades y derechos, está siendo reducida a un cascarón hueco en diversos países de América Latina. ¿Cómo llamarle democracia a un sistema donde el poder ejecutivo concentra en sí el control del legislativo y el judicial? ¿Dónde las instituciones se convierten en extensiones obedientes del presidente en turno, donde el disenso se castiga y el debate se desprecia?
La fragilidad de nuestros estados de derecho se hace evidente cuando el mismo poder que debe ser regulado es quien dicta las reglas del juego. Cuando la inversión extranjera duda por la falta de garantías, cuando la justicia no es ciega sino leal al caudillo, cuando los congresos se convierten en sellos de goma, y los jueces en funcionarios agradecidos. ¿A esto le seguimos llamando democracia?
En el terreno educativo, el problema no es menor. La educación pública ese pilar que debería formar ciudadanos críticos, libres y participativos se transforma en un aparato de adoctrinamiento ideológico al servicio del poder. Paulo Freire habló de una pedagogía del oprimido, no del subordinado. Piaget propuso el pensamiento lógico, no el dogma. Durkheim planteó la educación como una vía para la cohesión social, no para la obediencia ciega. Marx denunció la alienación, no la imposición de pensamiento único. Hoy, sus nombres son utilizados sin comprensión, sin crítica, sin libertad. ¿Es democrática una educación que no forma para pensar, sino para repetir?
Hagamos un paralelismo futbolero, tan cercano a nuestra cultura: imaginen un partido donde el mismo poder que organiza el torneo también elige a los árbitros, a los jugadores de ambos equipos, al público, a los patrocinadores, y hasta a los comentaristas. Todo está bajo su control. ¿Podríamos llamarle a eso una competencia justa? ¿Una contienda legítima? ¿Un juego? Difícilmente. ¿Entonces por qué seguimos llamando democracia a un sistema que funciona igual?
El caso de El Salvador, donde la institución electoral ha sido absorbida por el poder ejecutivo, es sólo un ejemplo de lo que podría extenderse hacia otras naciones, incluyendo México. Cuando desaparecen los contrapesos, cuando el poder ya no es vigilado, cuando la ley depende de quién gobierna, entonces lo que tenemos no es democracia. Es otra cosa. ¿Cuál? Tal vez aún no hemos encontrado el nombre, pero es momento de dejar de fingir que todo sigue igual.
Es tiempo de defender la palabra democracia no como un eslogan vacío, sino como un compromiso con la pluralidad, la transparencia, la libertad de pensamiento y la justicia imparcial. Si no, seguiremos atrapados en una escenografía donde el pueblo aplaude… sin saber que ya no hay partido.