Domingo 17 de Agosto de 2025 | Aguascalientes.

De la Unión Europea a las Confederaciones Europeas

Esteban Dávila Ruiz | 23/07/2025 | 13:37

Durante las últimas dos décadas hemos presenciado el deterioro del sistema occidental, un proceso que ha dado paso al ascenso de los movimientos de extrema derecha en Europa. Recuerdo aquella Alemania de 2017, donde Alternativa para Alemania (AfD) era vista como una burla parlamentaria. En aquel entonces, las campañas políticas aún eran ganadas por figuras de la vieja aristocracia o por actores vinculados a bastiones históricos del comunismo, como Chemnitz.
 
El electorado más educado se alarmaba ante la posibilidad de que AfD se convirtiera en una opción real de poder. Consideraban que aquello significaría no solo un viraje radical en la historia política alemana, sino también una amenaza para toda Europa. Pero el llamado "sentido común" comenzó a girar: si incluso Alemania toleraba ese tipo de movimientos, ¿por qué no hacerlo en otros países?
 
Y así ocurrió. AfD comenzó a ganar terreno. Al mismo tiempo, figuras como Salvini en Italia, Le Pen en Francia, y movimientos similares en Suecia, Noruega, Holanda y España empezaron a consolidarse. Más allá, Polonia y Hungría destacaban como los casos más extremos del nacionalismo conservador en la región.
 
Recuerdo cómo se vivían las elecciones alemanas en esos años. En los mítines encabezados por Ángela Merkel, se escuchaban los gritos de "Nazi Raus" por parte de activistas antifascistas. Sin embargo, en el mismo mar de personas —sin separación alguna— podían verse pancartas con frases como Keine Ausländer ("ningún extranjero"). Hasta ese momento, Alemania mantenía una relativa civilidad política y urbana.
 
La elección de Donald Trump fue el primer gran sismo, seguido por una serie de réplicas políticas en Europa. Cuando AfD logró posicionarse como una fuerza política relevante, comenzó a abanderar un discurso que iba más allá de lo obvio. Su determinación y discurso directo atrajeron incluso a sectores educados que no encontraban respuestas satisfactorias en los debates subjetivos de la Alemania contemporánea.
 
A la par, el choque cultural con comunidades migrantes, especialmente de origen turco, parecía confirmar el famoso "choque de civilizaciones" del que hablaba Samuel Huntington. Hoy, AfD es la tercera fuerza política del país y un referente del nuevo nacionalismo europeo. Su discurso se basa en el temor al reemplazo demográfico: no quieren que las tierras y casas abandonadas por alemanes jubilados —muchos de ellos sin descendencia— terminen en manos de extranjeros, ya sean chinos, turcos o indios.
 
¿Qué pasará en Europa? La respuesta parece obvia: Europa, por sí misma, no puede mantenerse unida. Su diversidad interna es tan profunda que a veces basta recorrer 15 kilómetros para cambiar de dialecto. Las identidades regionales son fuertes, y en tiempos de crisis, tienden a replegarse frente al “otro”: el extranjero, el no occidental, el no cristiano.
 
Sumemos a esto la creciente inseguridad, el repliegue de Estados Unidos como socio estratégico del continente, la presión constante de Rusia y la crisis energética. Todo ello contribuirá a que surjan nuevas confederaciones europeas, estructuradas a partir de factores como el idioma, la religión, la idiosincrasia y la historia compartida.
 
Podría apostar que la Unión Europea, tal como la conocemos, caerá. En su lugar surgirán bloques regionales. Por ejemplo, una Confederación Latina formada por Italia, España, Portugal y Francia, quizá con miembros estratégicos sin voto como el Reino Unido. También podría emerger una Confederación Germánica, con Alemania, Austria, Suiza, Dinamarca, Bélgica y los Países Bajos.
 
El Reino Unido, por su parte, será —como siempre— el "ajonjolí de todos los moles": cercano a todos, comprometido con nadie. La región escandinava podría formar su propia confederación, al igual que los Balcanes, que resurgirían con una identidad más eslava. En cuanto a países como Hungría, Polonia o Finlandia, deberán adherirse a la opción que más les convenga geopolíticamente ya que son casos aberrantes hasta en su idioma. 
 
Europa enfrenta una tormenta perfecta: problemas demográficos, crisis culturales, decadencia educativa, dependencia de los servicios, desindustrialización y pérdida de soberanía alimentaria. Su modelo colonial de extracción está agotado, y África es su último reducto económico. Cada país es un caso particular —sobre los cuales seguiré escribiendo—, pero el patrón general es claro: el viejo continente atraviesa un largo invierno histórico.
 
Frente a este escenario, Latinoamérica aparece como una oportunidad que Europa ya no tiene y que probablemente jamás alcanzará. Mientras Europa acumula siglos de guerras y heridas irresueltas, América ha vivido siete décadas de relativa paz. Quizá lo que por siglos consideramos como una maldición —la leyenda negra contra la hispanidad— ahora sea precisamente el punto de inflexión: una piedra angular para el reconocimiento de una fuerza continental basada en lo común.
 
América Latina tiene algo que Europa perdió: unidad en la diversidad. Una sola lengua, una base religiosa común, un sistema jurídico compartido, formas de gobierno similares, una cultura mestiza, resiliente y vibrante.
 
Como decía Benedetto Croce, "toda verdadera historia es historia contemporánea". Lo que aprendemos al observar la descomposición europea no es sólo memoria: es advertencia, lección y posibilidad.