Jueves 24 de Julio de 2025 | Aguascalientes.

'Es un águila'; 'es un avión'. Es una oración

Ikuaclanetzi Cardona González | 13/07/2025 | 23:29

“Es un águila”, dijo un hombre de traje.
“Es un avión”, replicó una mujer con la compra.
“No”, murmuró el niño que miraba al cielo como quien espera algo más que las nubes: “es Superman”.
 
Y sí, esta semana volvió. Una nueva película, un nuevo rostro, una nueva esperanza de capa roja. Los cínicos dirán que es otro reboot, otro intento de DC por pelearle a Marvel los últimos millones de un mercado en agonía. Pero quizás, sólo quizás, sea también otra cosa. La prueba de que seguimos necesitando creer.
 
No en Dios -a él, según dicen, lo matamos en el siglo XIX-, sino en algo que se le parezca lo suficiente como para darnos consuelo sin exigirnos confesión. Superman no castiga, no condena, no excluye. Viene de fuera, pero se siente de aquí. Es extranjero y adoptado. Dios y migrante. Es el último hijo de Krypton, pero también el hijo ideal de Kansas. Y ese mestizaje emocional, cultural y simbólico lo vuelve irresistible.
 
Con el dólar en constante tambaleo, el planeta ardiendo y una democracia que se erosiona como si fuera un acantilado de yeso, la esperanza no es virtud. Es una herramienta de supervivencia. Y qué mejor forma de mantenerla viva que con una figura que puede detener trenes, sanar heridas y ver a través de las paredes -y las mentiras-. Superman no existe, pero lo hemos necesitado tanto que lo seguimos convocando. Como quien reza sin saber que está rezando.
 
Los superhéroes son los nuevos dioses, ya lo dijo Grant Morrison con la devoción de un teólogo punk. Visten con símbolos, tienen códigos morales, sus historias se narran en templos oscuros llamados cines. Y cada generación escribe su propia biblia con viñetas y efectos especiales. Lo fascinante es que, mientras el cristianismo perdió fieles y el marxismo perdió creyentes, Marvel y DC multiplicaron su rebaño.
 
¿Es una buena noticia? No lo sé.
 
A veces la esperanza es un acto de resistencia. Pero otras veces -y aquí el matiz importa-, la esperanza se convierte en anestesia. En un “todo va a estar bien” que nos impide ver que nada lo está. En una fantasía que calma, pero no transforma. En una fe que no mueve montañas, pero sí taquillas.
 
¿Qué hacemos entonces con este dios musculoso que no exige sacrificios, pero sí pagar HBO? ¿Qué significa que pongamos más atención a lo que pasa en Metrópolis que en la colonia del fondo donde hay balaceras cada noche? ¿Qué dice de nosotros que sepamos el nombre del planeta natal de Superman, pero no el de la niña desaparecida en nuestra ciudad?
 
Claro que no es culpa del scout kryptoniano. Quizá el problema somos nosotros. Nosotros, que dejamos de construir utopías y nos resignamos a comprarlas en preventa. Nosotros, que aprendimos a querer salvadores en vez de aliados. Nosotros, que ya no pedimos justicia, sino milagros.
 
Y sin embargo, qué humano es eso. Qué profundamente humano. Creer que alguien nos verá caer y vendrá a levantarnos. Que hay alguien capaz de volar por encima del ruido, de ver el dolor y no huir. Que existe una fuerza -más grande, más noble, más justa- que hará lo que los gobiernos, los partidos, las instituciones, no han querido hacer: cuidarnos.
 
Superman es ficción, sí. Pero como toda gran ficción, dice más de la verdad que muchos discursos. Y si vuelve una y otra vez, es porque todavía hay quien mira al cielo, esperando no una nave, sino un sentido.
 
El problema no es creer. El problema es olvidarnos de que, al final, ningún superhéroe va a salvarnos si no aprendemos a salvarnos entre nosotros.
 
Así que sí. Es un águila. Es un avión.
Es una oración laica envuelta en CGI.
Es Superman.
 
Y aún lo necesitamos. No por débiles, sino porque en este mundo viciado, pensar que alguien puede volar sin corromperse sigue siendo un acto de fe.