Hay lugares que caen por asalto. Otras, más sutiles, se entregan por abandono. Aguascalientes parece pertenecer a esta última categoría: no hay tanques en las calles, pero sí una rendición tácita al miedo, a la violencia cotidiana y a una clase política que juega a la simulación.
El discurso oficial repite mantras gigantes de “blindaje”, como si el solo acto de nombrarlos los hiciera existir. Pero en la calle, el ambiente es otro: 61% de los habitantes ya no se siente seguro en su ciudad (INEGI, 2024). No es una percepción aislada. Es la nueva atmósfera: vivir con el cuerpo tenso, con los ojos atentos, con la rutina encogida.
A esto se suma un malestar más profundo: casi la mitad de la población experimenta ansiedad (47.5%) y un 16% vive con depresión (CONASAMA). No son cifras frías: son noches sin sueño, discusiones que se desbordan, y una ciudadanía que ya no sabe si está estresada por el trabajo, por el vecino o por un futuro que no alcanza a imaginar.
¿Qué fue lo que cambió?
Una parte de esta crisis tiene rostro y nombre: una camada de forasteros —políticos y operadores— que llegó a la ciudad no a construir, sino a colonizar. Llegaron como si esto fuera tierra de nadie, con actitudes de capos de partido y discurso autoritario, creyendo que el poder se impone, no se gana. Amenazan ciudadanos, presionan periodistas, dictan línea como si fueran patrones de hacienda, sin entender la identidad social y política de un estado que se preciaba de civilidad.
Pero el deterioro va más allá del poder formal. Lo vemos todos los días, atrapados en lo micro: una discusión entre automovilistas que escala a golpes en plena avenida, grabada y compartida al instante. Casos virales que se repiten con una frecuencia inquietante: un choque menor, un claxon mal usado, una maniobra indebida… y en segundos se convierte en un estallido de furia social comprimida. No es el tráfico: es el termómetro emocional de una ciudad a punto de romperse.
¿Quién está al frente?
La clase política local parece ausente o resignada. Se enreda en reformas menores, en discursos administrativos, como si tuvieran todo el tiempo del mundo. En un contexto de deterioro, la evasión es complicidad. Con leyes mordaza, emulan a los gobiernos de Campeche o de Puebla.
El sector empresarial, históricamente articulado en Aguascalientes, ha optado por el silencio. Quizá por temor a incomodar al poder, quizás por cálculo, quizás por simple cobardía. Pero el resultado es el mismo: mientras se llenan de eufemismos las conferencias de prensa, la comunidad se desmorona entre la apatía y la ira contenida.
Y las instituciones, lejos de ofrecer contención, pierden legitimidad ante una ciudadanía cada vez más incrédula. La policía municipal tiene apenas 49% de aprobación; la estatal, 56%; y la Guardia Nacional, con 73%, flota en una especie de prestigio teórico que rara vez se traduce en eficacia en el terreno.
¿Y la ciudadanía?
Muchos prefieren no hablar, por miedo o por cansancio. Otros justifican lo que ocurre con un “no está tan mal, no estamos como Zacatecas o Guanajuato”, que suena a mantra de resignación. Lo cierto es que el silencio social ha hecho posible esta nueva normalidad: la del encierro voluntario, la desconfianza vecinal y la violencia administrada como parte de la vida.
Los que aún se indignan lo hacen entre susurros. Porque hoy, en Aguascalientes, levantar la voz puede ser visto como provocación. Y eso dice mucho más de nuestra vida pública que cualquier estadística.
¿Nos acostumbramos ya a vivir así?
Porque si la respuesta es sí, entonces la batalla ya está perdida.
Y Aguascalientes —la tierra buena, la de los parques y el empleo, la del orgullo discreto— habrá sido tomada sin un solo disparo.
PD: Que hay cajas negras que nomás no se dejan enterrar…
Hasta aquí subió la roca.