En la actualidad, las redes sociales son protagonistas indiscutibles de la vida cotidiana, especialmente para los jóvenes universitarios. Plataformas como TikTok, Instagram y YouTube dominan el tiempo libre y, en muchos casos, también invaden el tiempo dedicado al estudio. Ante este panorama, surge la pregunta: ¿son las redes sociales enemigas o aliadas del aprendizaje universitario? La respuesta, lejos de ser unívoca, depende de cómo se utilicen estas herramientas.
Por un lado, es innegable que las redes sociales pueden convertirse en poderosas aliadas pedagógicas. Profesores y divulgadores de todo el mundo han encontrado en estas plataformas un espacio para conectar con los estudiantes en un lenguaje cercano y dinámico. TikTok, por ejemplo, ha sido escenario de videos cortos que explican conceptos complejos de biología, física o filosofía en un formato atractivo. De la misma manera, Instagram ha evolucionado más allá de las selfies y las historias personales: muchos académicos usan infografías para desmenuzar teorías o presentar hallazgos de investigación. YouTube, por su parte, se ha consolidado como un repositorio de clases magistrales, experimentos grabados y debates académicos que enriquecen el aprendizaje formal.
Casos como los del físico Javier Santaolalla, quien utiliza YouTube para acercar la física de partículas a miles de jóvenes, o el del médico español Sergio Vañó, que explica dermatología en TikTok, muestran cómo la creatividad y el rigor pueden convivir y potenciar el aprendizaje. Estas experiencias demuestran que, bien utilizadas, las redes sociales pueden romper barreras, democratizar el conocimiento y motivar a los estudiantes a profundizar en temas que de otro modo podrían parecer áridos o inaccesibles.
Sin embargo, no todo es positivo. El principal problema radica en la capacidad casi ilimitada de las redes para dispersar la atención. La constante notificación, el flujo inagotable de imágenes y la lógica del “scroll infinito” fomentan un consumo superficial y fragmentado de la información. Para los universitarios, esto puede traducirse en menor concentración durante el estudio, dificultades para leer textos extensos y, en última instancia, una comprensión superficial de los contenidos. Además, el imperativo de la inmediatez que rige en redes como TikTok o Instagram contrasta con el ritmo reflexivo y profundo que requiere el aprendizaje académico.
A este riesgo se suma la proliferación de desinformación y contenidos pseudocientíficos, que pueden confundir a estudiantes sin criterio sólido de verificación. La sobreexposición a “resúmenes” o “tips rápidos” también puede llevar a la falsa sensación de dominio de un tema, cuando en realidad solo se ha adquirido un barniz superficial.
Frente a este escenario, la universidad y el profesorado tienen un papel clave: enseñar a los alumnos a ser consumidores críticos de contenido digital y a aprovechar las redes de forma estratégica. Incorporar proyectos que impliquen la creación de contenido académico para redes, promover el análisis de fuentes y discutir en clase los impactos positivos y negativos de estas plataformas son pasos fundamentales.
En conclusión, las redes sociales no son enemigas naturales del aprendizaje universitario. Tampoco son aliadas automáticas. Son herramientas poderosas, pero su potencial educativo depende enteramente del uso que les demos. Como toda tecnología, requieren acompañamiento pedagógico y una mirada crítica. El reto está en pasar de ser usuarios pasivos y distraídos a convertirse en creadores activos y conscientes de contenido que verdaderamente potencie el aprendizaje y el pensamiento crítico.