En México, el debate sobre la seguridad suele ser reducido a una única fórmula: más presencia militar. Pero antes de abrazar esa solución aparente, conviene detenernos a entender los distintos conceptos de seguridad y las implicaciones jurídicas, sociales y políticas que conlleva su militarización.
Existen al menos tres niveles de seguridad reconocidos en el derecho y la política pública: seguridad nacional, que protege la soberanía y la integridad del Estado frente a amenazas externas; seguridad interior, que se refiere a la estabilidad institucional y la defensa frente a amenazas internas de gran escala, que desestabilizan la vida pública (como rebeliones, terrorismo, guerrillas o bien el narcotráfico); y seguridad pública, que es la protección cotidiana de las personas frente al delito común. Cada una de estas dimensiones exige estrategias, capacidades y marcos legales distintos. Y aquí está el problema: se pretende que las Fuerzas Armadas —diseñadas para la guerra— asuman funciones de seguridad pública, sin estar formadas para la proximidad ciudadana ni sujetas a los mismos controles democráticos.
Militarizar la seguridad pública implica varios riesgos. El primero y más grave es la violación de derechos humanos. Las fuerzas militares no están capacitadas para tareas policiales, y sus protocolos están orientados al combate, no al uso gradual de la fuerza. Las detenciones arbitrarias, desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales que hemos documentado en México son en gran medida consecuencia de un problema mal entendido, una estrategia mal concebida y peor ejecutada.
El segundo riesgo es que la exposición prolongada al crimen organizado corrompa a las Fuerzas Armadas. Ya ha habido casos documentados de militares involucrados en redes del narcotráfico. Convertirlos en policías no solo erosiona su institucionalidad, sino que contamina uno de los pocos pilares de legitimidad que el Estado todavía conserva. El involucramiento sostenido de las Fuerzas Armadas en tareas civiles las hace vulnerables a redes de corrupción, al clientelismo político e incluso a la pérdida de cohesión interna. La lealtad institucional se debilita cuando los soldados se ven obligados a operar fuera de sus funciones naturales, sin el respaldo legal y operativo adecuado.
Esta exposición de las Fuerzas Armadas no se da únicamente en las tareas de seguridad, sino también en las múltiples actividades que el gobierno les ha asignado, muchas de ellas ajenas a sus atribuciones constitucionales. Desde la construcción de aeropuertos hasta la distribución de vacunas o la administración de aduanas, su presencia se ha vuelto ubicua. En ese proceso, las Fuerzas Armadas parecen haber aprendido la lógica del poder civil: negociar, posicionarse, asegurar cuotas y hasta contender por cargos de elección popular -esto último, de aprobarse la reforma electoral en puerta.
Porque no se trata únicamente de balazos, sino de desarticular integralmente a los grupos de delincuencia organizada. Para ello, no basta combatir en las calles: hay que limitar sus recursos financieros, cortar sus redes de influencia y atacar sus estructuras desde todos los frentes. Estados Unidos lo está haciendo: desde buscar el arresto del Mayo Zambada, hasta emitir alertas por operaciones sospechosas que involucran a una casa de bolsa propiedad de un funcionario de altísimo nivel del gobierno anterior. Algo podríamos aprender de ellos.
En las experiencias internacionales donde se ha recurrido al ejército para tareas de seguridad pública —como en Brasil, Colombia o Filipinas— la intervención militar ha sido limitada en tiempo y espacio. Se ha utilizado en contextos extraordinarios, como eventos deportivos o zonas de conflicto armado, y casi siempre con supervisión civil y acompañamiento de programas sociales. Cuando estas condiciones no existen, en el mejor de los casos el resultado es un alivio momentáneo que se transforma en violencia crónica, pérdida de confianza institucional y normalización de prácticas autoritarias.
México necesita una política de seguridad pública con enfoque civil, profesional y de proximidad. Necesita policías capacitados, evaluados y bien remunerados; necesita ministerios públicos eficientes y sistemas de justicia accesibles. Pero, sobre todo, necesita abandonar la fantasía de que más soldados en las calles traerán paz. La historia —aquí y en el mundo— demuestra lo contrario, lo único que logrará pacificar al país es el respeto al Estado de Derecho.
Militarizar la seguridad pública es una salida fácil, pero no una solución duradera. Es una estrategia de corto plazo que debe de ser limitada en el tiempo, ya que pone en riesgo los principios democráticos, la vocación republicana de nuestro país y los derechos de todos. Pero esta militarización debe de estar acompañada de la construcción de una policía civil que sea profesional y eficaz en el combate a la delincuencia organizada y sobre todo que debe de ser acompañada por todas las instituciones públicas y privadas.