A estas alturas del llamado segundo piso de la Cuarta Transformación, sorprende poco, pero inquieta más, la banalización creciente de la vida pública en México. La política, históricamente concebida como una actividad de vocación, responsabilidad y formación técnica, parece hoy cada vez más subordinada a la lógica del espectáculo. Lo que antes eran plazas públicas, hoy son timelines; lo que eran debates ideológicos, hoy son clips virales.
Más allá del color partidista, el fenómeno atraviesa transversalmente a toda la clase política. Influencers, celebridades improvisadas, motivadores de redes y rostros conocidos sin mayor formación han ocupado espacios que, en teoría, requerirían conocimiento del Estado y sentido de responsabilidad pública. La profesionalización se ha visto desplazada por la popularidad, y la legitimidad se mide en likes.
Un análisis del Instituto Belisario Domínguez del Senado indica que más del 30 % de los legisladores federales carece de experiencia en el sector público y formación en derecho, economía o políticas públicas. En contraste, más del 70 % mantiene actividad activa en al menos tres plataformas digitales. Esta correlación no es casual: revela una tendencia en la que la visibilidad digital reemplaza a la trayectoria como criterio de elegibilidad.
El caso del oficialismo es ilustrativo, pero no exclusivo. Si bien la narrativa original de justicia social y regeneración moral enarbolada por el lopezobradorismo ofrecía una promesa transformadora, en muchos espacios ha sido sustituida por una lógica de lealtad estética y comunicación emocional. Candidaturas otorgadas por carisma o cercanía personal han desplazado a cuadros con formación técnica o ideológica sólida.
No obstante, existen excepciones relevantes. La presidenta Claudia Sheinbaum, por ejemplo, ha procurado mantener una línea institucional, con perfil científico y discurso sobrio, resistiendo el formato de la política-espectáculo. Su estilo contrasta con el tono imperante, más centrado en frases motivacionales que en planes de gobierno estructurados.
La oposición tampoco ha logrado consolidar una alternativa seria. En algunos casos, recurre al mismo guion mediático, promoviendo perfiles con amplia presencia en redes pero escaso dominio del proceso legislativo. Se prioriza la narrativa emocional a menudo victimista o moralizante, por encima de propuestas técnicas. El problema, en el fondo, no es el uso de las redes, sino su sustitución por completo del ejercicio sustantivo del poder.
La tendencia alcanza incluso a partidos que en el pasado presumían de cuadros técnicos o cuadros emergentes. Hoy, figuras con miles de seguidores y cero experiencia institucional son promovidas con entusiasmo. Algunos gobiernos estatales destinan más recursos a su presencia en plataformas digitales que a programas sustantivos de atención a la población. Según datos de Fundar, en 2024 el gasto en redes, imagen y "posicionamiento estratégico" superó los 2,200 millones de pesos, mientras que el presupuesto federal para refugios de mujeres víctimas de violencia apenas superó los 480 millones.
No se trata de nostalgia tecnocrática ni de despreciar el uso de herramientas modernas de comunicación. La política necesita adaptarse a los lenguajes de su tiempo. Pero hay una diferencia entre comunicar con eficacia y reducir el ejercicio de gobierno a una estrategia de contenido. Cuando la gestión pública se vuelve solo una narrativa y no una práctica, el costo lo paga la democracia y, sobre todo, la ciudadanía.
La política no puede limitarse a una competencia de simpatía digital. Tampoco puede permitirse el lujo de ignorar la formación, la experiencia y el compromiso técnico que implica tomar decisiones que afectan millones de vidas.
Hoy no es solo que haya políticos poco preparados. Es que las estructuras institucionales los han recompensado, promovido y sostenido por su capacidad de entretener, no de gobernar.
Y eso no es un error individual. Es un síntoma de un sistema que ha rendido su vocación pública ante la lógica del algoritmo.
“La política ya no busca convencer, sino entretener. Y al que entretiene, se le cree.”
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