La frivolización del poder es peligrosa porque desactiva los mecanismos de exigencia ciudadana. Si gobernar se convierte en espectáculo, entonces la evaluación pública se vuelve superficial. ¿nos gusta cómo luce?, ¿nos hace reír?, ¿se viraliza? ¡Entonces que repita!
Hoy en México atestiguamos un proceso creciente de banalización del ejercicio público. Un fenómeno que no solo trivializa las funciones sustantivas del Estado, sino que erosiona, con una rapidez alarmante, los pilares de la cultura democrática. En lugar de diagnósticos, se recurre a slogans; en vez de informes, se comparten coreografías; y donde debería haber deliberación institucional, encontramos transmisiones en vivo plagadas de emojis, filtros y música de moda.
Este deterioro no es una anécdota, es una tendencia que se entrelaza con una crisis de transparencia que se profundiza cada día. En marzo de 2025, el Congreso de la Unión oficializó la desaparición del Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI), organismo clave en la arquitectura democrática mexicana desde 2002. Con ello, millones de ciudadanos perdieron una herramienta efectiva para acceder a información pública, y miles de expedientes, desde gastos en seguridad hasta fideicomisos y adjudicaciones directas, quedaron en el limbo burocrático.
El panorama se torna aún más sombrío al revisar el estado de los Sistemas Estatales Anticorrupción y los Órganos Internos de Control. Aunque formalmente operan en los tres niveles de gobierno, en la práctica funcionan como entes decorativos. Según México Evalúa, el 86% de las contrataciones públicas en 2024 se realizaron por adjudicación directa, una figura legal, sí, pero profundamente opaca y proclive a la corrupción. Además, apenas 4 de cada 10 observaciones formuladas por las auditorías estatales derivan en sanciones reales, lo que revela una desconexión grave entre la fiscalización y las consecuencias.
En el ámbito municipal, la situación no mejora. El último diagnóstico disponible del propio INAI señaló que más del 75% de los municipios del país incumplen sus obligaciones mínimas de transparencia, desde la publicación de contratos y sueldos de funcionarios, hasta las actas de cabildo. Es decir, la ciudadanía no tiene acceso ni siquiera a la información más básica para evaluar cómo y en qué se gastan sus recursos.
A contracorriente, el gasto en comunicación social crece sin freno. De acuerdo con el Presupuesto de Egresos de la Federación, en 2024 se destinaron más de 4,200 millones de pesos a publicidad oficial. Este monto no responde a una política de comunicación pública sino a una lógica de control narrativo. En estados y municipios, los convenios publicitarios se reparten sin reglas claras, lo que convierte a numerosos medios de comunicación en voceros oficiosos del poder. Así, la libertad de prensa no se ve amenazada solamente por la censura directa, sino también por la dependencia económica.
Este modelo de “política-espectáculo”, donde lo central es la visibilidad y no los resultados, tiene consecuencias estructurales. Desvía la atención pública de los problemas reales, como la inseguridad, desigualdad, pobreza o crisis hídrica, para enfocarla en lo accesorio, en lo viral, en lo que entretiene. Una gestión que se mide en likes tiende a privilegiar la popularidad inmediata, no la eficacia de largo plazo.
El riesgo es que la ciudadanía termine convertida en audiencia pasiva. Si lo importante es que el político "caiga bien" o tenga "carisma digital", entonces la evaluación crítica pierde sentido. Esta es una regresión alarmante en la cultura cívica, donde se desactiva la exigencia, se debilita la rendición de cuentas, y se normaliza sin pudor la impunidad.
México necesita recuperar el rigor en el ejercicio del poder. Fortalecer los contrapesos institucionales, reactivar los mecanismos de vigilancia ciudadana y profesionalizar la función pública no son lujos, sino urgencias democráticas. La transparencia no debe ser un recurso retórico ni una promesa vacía, debe ser un principio operativo, una práctica constante.
México no necesita políticos que bailen mejor, sino instituciones que funcionen mejor. Necesitamos menos filtros y más resultados, menos aplausos y más responsabilidad. Porque cuando la política se convierte en show, los ciudadanos dejamos de ser actores y nos volvemos solo público, mirando desde lejos cómo se nos escapa la oportunidad de construir un mejor país.
Y no se trata de pedir perfección, sino de exigir seriedad. Porque al final, los problemas reales como la violencia, la falta de agua, la corrupción que erosiona el futuro, no se resuelven con likes. Se enfrentan con verdad, con oficio, y con respeto por quienes cada día siguen creyendo que la democracia vale la pena.
"Cuando el poder pierde el sentido de la responsabilidad, la democracia comienza a desmoronarse."
Václav Havel