Martes 24 de Junio de 2025 | Aguascalientes.

LOS ESCLAVOS DUERMEN POCO

Ikuaclanetzi Cardona González | 22/06/2025 | 10:38

En esta nuevo entrega, escribo a las dos de la mañana, con la espalda doblada, la mente dispersa y la conciencia tiritando. Lo escribo para uno de mis cuatro empleos, porque el insomnio no se cura con café, sino con entregas. Y no es que nos sobre vocación, es que nos falta renta. Podría dormir, sí. Pero dormir, a estas alturas, se volvió un lujo. Como lo es vivir solo, tener seguro médico, comprar carne sin ver el precio o salir un fin de semana sin temerle al lunes. Somos los explotados del siglo XXI. Los jóvenes profesionales que estudiamos para “ser alguien en la vida” y terminamos -como todos- en la estadística; esa de quienes sostienen con tres sueldos lo que antes alcanzaba con uno.

Porque eso también nos lo robaron. La proporción. La promesa. El orden lógico entre esfuerzo y retribución. No aspiramos a lujos, no pedimos casas con jardín. Queremos, apenas, la dignidad de una habitación propia con luz del sol, una mesa con sillas donde podamos cenar sin el miedo de que se acabe el gas. Y sin embargo, hasta eso parece un exceso. En esta economía emocional y literal de la supervivencia, cualquier pretensión es vista como frivolidad ¿Quieres vacaciones? “Aguántate, apenas estás empezando” ¿No tienes coche? “Cómprate una moto o camina” ¿Estás cansado? “Es que no sabes lo que es trabajar de verdad”.

Vivimos, como escribió Kafka, en un proceso sin final. Un juicio eterno por el delito de haber nacido en la generación equivocada. No somos “ninis”, somos multitaskers precarios. No es que no queramos trabajar. Es que ya lo hacemos. Todo el tiempo. Todo el día. Todo el cuerpo. Todo el alma. Para pagar un cuarto compartido con desconocidos, un smartphone para el trabajo a 24 meses sin intereses, una comida que sí nos guste y un título universitario que nadie respeta, pero que todos exigen.

Porque esa es otra trampa. La meritocracia maltrecha. Nos dijeron que el estudio era la llave y resultó ser otra cadena. Somos licenciados, maestros, diplomados, certificados. Pero eso no cambia el salario mínimo. A veces ni siquiera lo garantiza. Como si el conocimiento no valiera nada. Como si la inflación no existiera para los sueldos, solo para Walmart. Como si pedir un sueldo justo fuera una ofensa personal contra el patrón, ese prócer de la productividad que aún cree que te hace un favor al pagarte.

Y no, no se trata solo de una queja centennial -porque los millenials ya me quedaron viejos-. Se trata de una denuncia generacional. Porque mientras el discurso del emprendimiento nos empuja a fingir entusiasmo por todo, la realidad nos exprime con la precisión de una trituradora. Lo llaman “flexibilidad”, pero es precariedad. Lo llaman “colaboración”, pero es subcontratación. Lo llaman “ambiente joven”, pero es sobrecarga con pizza “gratis”.

No es normal que a los 30-35 todavía no se pueda acceder o siquiera aspirar a una vivienda. No es normal que el retiro parezca una utopía. No es normal que enfermarnos sea una crisis financiera. No es normal que tengamos que “agradecer” trabajos que apenas permiten sobrevivir. Aún así, lo hemos naturalizado. Nos han domesticado en la lógica del cansancio perpetuo, como a bestias que deben sentirse orgullosas de cargar.

¿Dónde quedó ese futuro que prometieron nuestros padres? ¿Dónde la tranquilidad por la que valía la pena madrugar? ¿Dónde la juventud que se suponía debía ser vivida, no malbaratada? Quizá, como el buen Sísifo, estamos condenados a empujar la piedra de las deudas, los trabajos múltiples y las rentas imposibles. Pero a diferencia del mito, nosotros ya no encontramos consuelo en la repetición. Nos sabemos estafados. Y lo peor es que apenas estamos empezando.

A veces me pregunto si quienes diseñaron este sistema duermen tranquilos. Si sienten orgullo al vernos llenando formularios para una beca, peleando por vacantes que pagan lo mismo que en 2009, escondiendo la angustia detrás de frases como “es lo que hay”.

No queremos héroes. Ni mártires laborales. Ni gurús del esfuerzo. Queremos una vida digna. Una renta justa. Una cama sin culpa. Un horario con respiro. Una existencia donde escribir a las dos de la mañana sea un acto de gozo, no de necesidad.

Porque si no, ¿de qué sirve todo esto? ¿De qué sirve estudiar, crear, trabajar sin parar, si lo único que ganamos es gastritis y ansiedad?

Nos prometieron futuro. Y nos vendieron cansancio.

¿Hasta cuándo vamos a seguir pagando por una vida que ni siquiera nos alcanza para vivirla?