Jorge Antonio Rangel Magdaleno | 20/06/2025 | 11:11
En el México contemporáneo, el sistema de pensiones no solo refleja los desafíos financieros del Estado, sino también las profundas desigualdades que persisten entre los distintos sectores de la población trabajadora. La reciente propuesta del gobierno federal de reducir la edad de jubilación para los trabajadores al servicio del Estado —particularmente en respuesta a las exigencias de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE)— pone de relieve una fractura histórica que, lejos de cerrarse, amenaza con ampliarse: la de los dos Méxicos.
Por un lado, se encuentran los empleados públicos, entre ellos maestros, burócratas y trabajadores del sistema de salud estatal, quienes desde la creación del ISSSTE han gozado de un régimen pensionario que, a pesar de la reforma de 2007, sigue siendo mucho más benévolo que el de la mayoría de los trabajadores formales del país. Por otro lado, está el grueso de la población económicamente activa: millones de trabajadoras y trabajadores del sector privado sujetos al sistema de AFORES, un esquema de capitalización individual que, salvo contadas excepciones, no garantiza ni dignidad ni suficiencia en la vejez.
Mientras que la propuesta para el sector público busca congelar e incluso reducir la edad de jubilación a 55 años para hombres y 53 para mujeres, en el sistema AFORE la edad mínima permanece en 65 años, y en muchos casos, aun cumpliendo con los requisitos, el monto final de pensión no supera el 30% del último salario. La desigualdad es tan evidente como preocupante: dos personas que trabajaron toda su vida pueden tener destinos diametralmente opuestos solo por el tipo de patrón que tuvieron.
El discurso gubernamental sostiene que los trabajadores del Estado, especialmente los docentes, desempeñan una labor de alto impacto social, con desgaste físico y emocional que justifica condiciones preferentes. Si bien es cierto que la labor magisterial exige reconocimiento y condiciones laborales dignas, no se puede soslayar que el trabajo en fábricas, en el comercio, en la construcción o en los servicios también implica jornadas extenuantes, riesgos y una vejez que muchas veces se vive en la precariedad.
La verdadera pregunta no es si los trabajadores al servicio del Estado merecen jubilarse con mejores condiciones —porque sin duda lo merecen—, sino por qué no todos los trabajadores mexicanos tienen acceso a un esquema de retiro digno. El sistema de AFORES, promovido como una solución moderna, ha fracasado en su objetivo de garantizar pensiones suficientes. Los rendimientos bajos, las comisiones acumuladas y la informalidad laboral han dejado a millones sin una red de protección real para su vejez.
La respuesta del Estado no puede seguir siendo sectorial ni reactiva ante presiones sindicales. Se necesita una reforma profunda, equitativa y de carácter universal que revise las bases de ambos sistemas —ISSSTE y AFORES— con una visión de justicia intergeneracional. El debate actual debe servir como catalizador para repensar el derecho a la pensión no como un privilegio de unos cuantos, sino como un componente esencial del pacto social.
Porque si algo pone en evidencia esta propuesta de reducción en la edad de jubilación es que el país aún está muy lejos de ofrecer igualdad de condiciones a quienes construyen su desarrollo día con día. Y mientras existan dos Méxicos enfrentados ante la vejez, estaremos perpetuando una nación fragmentada, donde la dignidad en la jubilación sigue siendo un lujo, y no un derecho.