Escribo esta noche tras un par de jornadas poco usual. En lugar del desencanto, me trajo una pregunta ¿Qué queda del periodismo cuando ya no hay papel, ni redacción, ni red, ni pan? ¿Qué nos queda cuando lo único que sobrevive es la voluntad de seguir contando?
La tarde de ayer fuimos testigos de un acto que, por un momento, pareció más digno que solemne. Un acuerdo por la libertad de expresión, impulsado por el senador Toño Martín del Campo. Y aunque los documentos se firman con tinta, lo que en verdad se puso sobre la mesa fue una paradoja; la necesidad de defender lo que debiera ser incuestionable.
Porque proteger la palabra no es un gesto simbólico. Es un acto de resistencia. En tiempos donde la crítica incomoda y la verdad arde como pólvora, recordar que la palabra libre es un cimiento de la democracia no es floritura. Es advertencia. No basta con pronunciar discursos en defensa de la prensa si, al día siguiente, se castiga el disenso con el silencio presupuestal. No basta con levantar la voz si, detrás del aplauso, se afilan las tijeras que recortan convenios, que premian lealtades, que domestican medios.
Aguascalientes atraviesa una crisis total de su sistema mediático. Quiero TV despidió a todo su personal. Los periódicos apenas tiran una docena de ejemplares, sólo para justificar su subsidio. Hay quienes, los fines de semana, ni siquiera se molestan en reportear. El ingreso está garantizado por costumbre, no por lector. Las redacciones se han vaciado, no por automatización, sino por desinterés, precariedad y miedo. Los periodistas no renuncian. Se extinguen.
Y sin embargo, allí estaban hoy. Con nostalgia. Con esa mezcla dolorosa de experiencia y derrota. Como si supieran que algo se nos escapa, pero aún no encuentran con qué reemplazarlo. Muchos quieren hacer cosas juntos. Pero temen. Temen soltar la ubre que los alimenta, aunque ya esté seca. Temen al silencio que puede llegar cuando se pierde la línea directa con el poder. Porque sí: en este estado, alinearse asegura el ingreso. Disentir lo arriesga todo.
En ese paisaje, defender la libertad de expresión no es un lujo progresista. Es una necesidad estructural. La democracia no sobrevive sin periodismo, como el periodismo no subsiste sin verdad. Y la verdad, hoy, duele. Porque muestra un ecosistema roto. Un empresariado que cree que la vaca sólo da leche, pero olvida que también come, que también brama. Que también muge cuando la ignoran.
¿Cómo sostener una prensa libre cuando Meta, Google y YouTube reparten las audiencias como migajas? ¿Cómo construir nuevos modelos sin caer en la romantización del “periodismo de antes”, ese que también se escribía con líneas dictadas desde el poder? ¿Cómo exigir periodismo sin condiciones si no se garantiza ni siquiera el pan de cada quincena?
Quizá la pregunta es otra. Quizá debemos dejar de aspirar a restaurar lo que ya colapsó, y comenzar a imaginar algo distinto. No medios nuevos, sino medios vivos. No periodistas desvelados por el hambre, sino por la pasión de contar. No audiencias pasivas, sino cómplices. Porque en esta hora, lo que está en juego no es sólo un oficio. Es la posibilidad de que alguien cuente lo que otros quieren enterrar.
La libertad de expresión no se agradece. Se ejerce. Se defiende. Se exige. Se paga caro, a veces con el cuerpo, siempre con la conciencia. Pero vale cada palabra. Porque mientras haya quien se atreva a nombrar, a preguntar, a narrar, el poder no podrá dormirse tranquilo.
Quizá no sepamos aún cómo será el periodismo que sobreviva a esta noche oscura. Pero sí sabemos que será incómodo, será terco, será libre. O no será.