En los márgenes de la historia oficial de México hay cicatrices que, lejos de cerrarse, se han convertido en zonas sísmicas de la identidad nacional. Guadalupe Hidalgo (1848) y la Venta de La Mesilla (1853) no solo fueron tratados de pérdida territorial, fundaron un nuevo orden hemisférico en el que México quedó subordinado estructuralmente frente a Estados Unidos. Y en ese sentido, más que pasado, son presente perpetuo.
Hoy, casi dos siglos después, la disputa fronteriza no es solo cuestión de migración o soberanía. Es una batalla por el relato histórico. Entre la memoria y el olvido, entre la dignidad y el miedo. Las palabras de Donald Trump y sus imitadores, tan banales como violentas, no son meramente retórica electoral. Son dispositivos ideológicos ya que renuevan el pacto de supremacía blanca, sobre los cuerpos racializados del sur, como diría el filósofo camerunés Achille Mbembe.
Lo inquietante es que esta narrativa del “otro” como amenaza no pretende ocultarse tras el velo de la democracia. Ya no se disfraza. Se proclama como un apocalipsis preventivo. Peter Thiel, el magnate libertario de Silicon Valley, lo ha dicho sin rodeos, “la libertad es incompatible con la democracia”. Lo que propone y financia, es un modelo de gobernanza autoritaria, diseñado para el colapso, un “estado de excepción” permanente, como ha advertido Giorgio Agamben.
Para Thiel y su círculo (de donde emergen figuras como J. D. Vance), el futuro no se construye con instituciones liberales ni con derechos universales. Se gestiona como un campo de supervivencia selectiva. La frontera, en este contexto, deja de ser una línea geográfica y se transforma en un laboratorio de control social, de vigilancia total, de segmentación de cuerpos y tecnologías autoritarias. No se trata solo de detener migrantes, sino de clasificar quién merece existir.
En esta lógica, los migrantes latinoamericanos no son personas desposeídas. Son zombis, dirían algunos ideólogos. Cuerpos que no importan. Masa fungible. Todo esto, en nombre de una seguridad que estetiza el miedo y normaliza el despojo. La filósofa Wendy Brown lo ha resumido bien, el neoliberalismo no solo desmantela lo público, también vacía de sentido la ciudadanía. Nos convierte en datos administrables, no en sujetos políticos.
Así se cierra el círculo, desde Guadalupe Hidalgo hasta California en 2025, la narrativa es la misma, solo que más sofisticada. Se revierte la historia y el victimario se presenta como víctima. Y México, atrapado entre esa distorsión ideológica y sus propias negligencias, debe entender que la amenaza no es solo diplomática. Es ontológica.
Recordar los tratados de 1848 y 1853 no es nostalgia. Es resistencia. Porque las distopías no se escriben solo en novelas, se redactan en think tanks, se implementan en leyes migratorias y se naturalizan en discursos públicos. Por eso, si no defendemos nuestra soberanía con memoria y unidad, terminaremos actuando como extras en el apocalipsis de otro.
Ojalá que los “Santanas” contemporáneos entiendan que si a la presidenta Sheinbaum le va mal con Trump, nos irá mal a todos.
"Los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla."
George Santayana