El matrimonio no es una simple convención cultural ni una construcción arbitraria sujeta a los vaivenes emocionales o ideológicos del momento. Es, en cambio, una institución de carácter antropológico que ha surgido -y se ha mantenido en todas las civilizaciones conocidas- para responder a una necesidad estructural de la especie humana: la organización estable, previsible y responsable de la reproducción.
Desde esta perspectiva, el matrimonio no se justifica por el afecto subjetivo entre adultos, sino por la potencialidad objetiva de que, al unirse un hombre y una mujer, pueda surgir una nueva vida. Esa posibilidad, que no existe en otros tipos de uniones, implica consecuencias biológicas, psicológicas, jurídicas y sociales que hacen del matrimonio una institución cuya naturaleza está claramente definida. Su fin esencial no es celebrar el amor romántico, sino crear un marco normativo para la crianza de los hijos que eventualmente puedan nacer de esa unión.
La sociedad, en su conjunto, no tiene un interés legítimo en regular la convivencia afectiva o sexual de los adultos, salvo cuando de esa convivencia puede derivarse la generación de nuevos individuos. Es entonces, y solo entonces, cuando aparece la necesidad de prever deberes y derechos, de establecer vínculos de filiación y herencia, y de garantizar a los hijos la presencia de quienes tienen mayor disposición biológica y emocional para cuidarlos: sus padres.
Aquí entra en juego un elemento decisivo que muchas veces se ignora en los debates contemporáneos: el altruismo parental. Se trata de una predisposición de origen genético, observable en múltiples especies, mediante la cual los adultos desarrollan una inclinación natural a proteger y sacrificarse por sus propios hijos biológicos. Este vínculo, que no requiere mediación institucional para existir, encuentra en el matrimonio su cauce jurídico y cultural: un contrato público que asienta y refuerza los deberes recíprocos entre los padres, y de éstos hacia sus hijos. Deberes que además se retrotraen con posterioridad en beneficio de los padres cuanto estos han envejecido y necesitan el cuidado de sus hijos. Circulo virtuoso que además comúnmente se extiende también a los nietos que cuidan a los abuelos al mismo tiempo que estos también cuidan de ellos.
Es esta estructura antropológica la que -por su evidente funcionalidad social- ha sido tutelada por todas las culturas mediante la institución matrimonial.
Alterar el sentido del matrimonio para adaptarlo a criterios de inclusión afectiva o reconocimiento simbólico entre adultos del mismo sexo implica desnaturalizar la institución y vaciarla de su razón de ser. No se trata de discriminar ni de negar derechos individuales —los cuales pueden y deben garantizarse por otras vías—, sino de conservar el núcleo funcional y antropológico del matrimonio, que es dar estructura y estabilidad a la familia natural fundada en la complementariedad sexual y la procreación.
Reducir el matrimonio a la mera expresión del afecto voluntario entre adultos es transformarlo en una figura simbólica y vacía, incapaz de cumplir su función originaria. El afecto, por más legítimo que sea, no genera por sí solo nuevas generaciones. La reproducción sí.Por ello, el matrimonio debe seguir siendo reconocido como la institución que organiza las consecuencias sociales, jurídicas y humanas de un hecho biológico fundamental: el emparejamiento propio del dimorfismo sexual entre hombres y mujeres, del cual surge la posibilidad de la reproducción.