La democracia mexicana no muere de golpe. Se desangra en sus simulacros. Se escenifica en foros, se representa en campañas, se dramatiza en urnas, pero en el fondo -como en los viejos teatros de papel- los hilos siguen atados a las mismas manos. Y si algo nos ha demostrado el reciente proceso de elección judicial, es que el show continúa. Con todo y acordeones.
En Aguascalientes, se distribuyeron hojas con respuestas prellenadas entre aspirantes a jueces y magistrados. No es metáfora. Es literal. Un reparto de acordeones, como en cualquier examen de secundaria mal vigilado, pero bajo el disfraz de un proceso institucional. Así de pedestre. Así de insultante. Pero también, así de revelador. Porque el descaro ya no es falla. Es método. El sistema se asume cínico, sabiendo que la indignación ciudadana -si llega- será breve, fragmentaria o domesticada.
La anécdota es escandalosa, pero no excepcional. Es apenas una nota más en la partitura de una democracia que lleva décadas afinando su simulación ¿De qué sirve convocar a foros ciudadanos si las decisiones ya están tomadas? ¿Qué sentido tiene disfrazar de meritocracia un sistema que premia la obediencia y castiga la autonomía? ¿A quién buscan engañar con encuestas, ternas, listas, si al final el poder elige a los suyos, como siempre, por detrás del telón?
Vivimos en una democracia didáctica, pero no en el buen sentido. El Estado enseña con insistencia -y con recursos públicos- que participar no sirve, que preguntar incomoda, que saber de más puede costar caro. El mensaje es claro. No entiendas, no te metas, no te rebeles. La ignorancia no es una condición accidental del pueblo, es una estrategia de gobernabilidad.
En el Ensayo sobre la lucidez, Saramago narró cómo un país entero decide votar en blanco. No por apatía, sino por inteligencia. Porque comprendieron que ninguno de los candidatos merecía su voto, y que la única forma de ejercer ciudadanía era negarse a participar en la farsa. Aquí, en cambio, no necesitamos novelas. La realidad ya juega ese argumento. Nos ofrecen elecciones donde lo único que se elige es el decorado, donde el papel ciudadano se limita a observar y aplaudir. Y, si acaso, a quejarse en redes sociales, siempre dentro de los márgenes permitidos.
Morena, en este caso -y el PAN en Aguascalientes, porque yo no discrimino ni me hago pato- hizo lo que ha aprendido tan bien del viejo PRI: usar las estructuras del poder para simular apertura, mientras asegura el control. Lo nuevo es que ya ni se esmeran en esconderlo. La verticalidad es tan burda como las hojas con las respuestas. Lo mismo da el nombre del partido, si el método permanece intacto. A eso se reduce nuestra democracia: una obra de teatro donde el público jamás es invitado al escenario, salvo como utilería.
Pero no se trata solo de señalar al actor en turno. El problema es más profundo. Tiene raíces en una cultura política que celebra la obediencia y castiga la crítica, que convierte el desconocimiento en virtud cívica. El poder necesita que el pueblo no entienda, porque solo así puede seguir decidiendo en su nombre.
Y sin embargo, incluso en esta escenografía del engaño, algo comienza a moverse. En las aulas, en los barrios, en los medios no alineados, hay quien empieza a hacer preguntas incómodas. A exigir procesos transparentes. A demandar que el mérito vuelva a significar algo. No es una revolución, pero sí un ruido de fondo que crece. Y eso, quizá, explica por qué el poder se aferra con más torpeza a su guion. Porque sabe que su público empieza a leer entre líneas.
Algún otro letrado nos dijo que el mayor enemigo del pensamiento es la voluntad de no pensar. Y eso es lo que más ha cultivado el sistema. Una ciudadanía sin herramientas, sin información, sin tiempo para la sospecha. Pero ese enemigo también se puede vencer. Con lectura. Con crítica. Con organización. Con el pequeño acto subversivo de rechazar el papel asignado.
Hoy nos repartieron acordeones. Ayer fueron diputados, mañana serán jueces y también ministros. Mientras no entendamos que la democracia no se regala, sino que se exige -y que sin conciencia no hay poder popular posible- seguiremos atrapados en esta tragicomedia institucional, donde todos los actores mienten y el público aplaude porque no le queda otra.
Seguramente no tendremos una revolución y mucho menos un cambio estructural a la vuelta, pero debemos recordar que no estamos obligados a quedarnos sentados.