Gerardo Fernández Noroña, presidente de la Mesa Directiva del Senado, fue increpado en la sala VIP de un aeropuerto por un ciudadano que le reclamó una contradicción: criticar los privilegios del poder cuando era opositor y beneficiarse de ellos desde el cargo. El reclamo no fue una agresión, sino una expresión ciudadana,un gesto de inconformidad ante el uso de recursos públicos por quien había hecho suya la bandera de la austeridad.
Sin embargo, el episodio no terminó ahí. ¡El Senado de la Republicadenunció!, la Fiscalía abrió una carpeta de investigación y el caso derivó en un acuerdo reparatorio. Una de las cláusulas fue que el ciudadano ofreciera una disculpa pública... ¡en El Senado, bajo las cámaras, frente a la nación.!
Ese acto deplorable no fue un ejemplo de justicia restaurativa, como lo han querido presentar.Fue una escenificación del poder; Una inversión de la lógica democrática. En lugar de restaurar la convivencia, humilló; En vez de abrir diálogo, disciplinó. El Senado se convirtió en un escenario de escarmiento público.
Lo más preocupante no es el hecho aislado, sino el precedente: que un funcionario público pueda usar el aparato estatal para que un ciudadano sea obligado a pedirle perdón por manifestar una crítica. La democracia se vuelve frágil cuando la crítica ciudadana es investigada, cuando el poder político deja de rendir cuentas y empieza a exigir reverencias.
El propio Fernández Noroña, durante años, hizo de la protesta un ejercicio cotidiano. Su crítica al dispendio de recursos públicos, a los lujos y la opulencia de los gobiernos anteriores, se presentaba como una postura ética. Hoy sabemos que no eran principios, sino envidia. Porque ahora que forma parte del gobierno, esos mismos lujos y excesos, desde su óptica miope, se ven justificados, normalizados, incluso merecidos.
Los principios democráticos más elementales fueron vulnerados: libertad de expresión, rendición de cuentas, proporcionalidad del poder. La crítica política no es injuria. La incomodidad pública no es delito. Y el Senado no es el banquillo de los acusados. Es un espacio que debe representar la pluralidad, no la imposición simbólica del silencio.
En contextos autoritarios, las disculpas públicas no buscan reconciliar, sino reafirmar la jerarquía. Desde los juicios manipulados en la Unión Soviética, los juicios populares en cuba, los enemigos públicos de Pinochet, las mujeres rapadas del franquismo, hasta las confesiones forzadas en regímenes asiáticos, la humillación del disidente ha sido un instrumento de poder. Que algo similar ocurra hoy, bajo la fachada de una democracia, no puede tomarse a la ligera: es un síntoma claro de degradación institucional.
La llamada Cuarta Transformación no encarna los valores de una izquierda democrática; su ejercicio del poder ha derivado en prácticas autoritarias envueltas en lenguaje popular. ¿Qué pensarían hoy los grandes referentes ideológicos de la izquierda? Rosa Luxemburgo, que defendía la libertad incluso para los adversarios; Paulo Freire, que advertía del peligro de que el oprimido reproduzca las formas del opresor; Antonio Gramsci, que denunciaba la dominación a través de la cultura y el consenso forzado; Karl Marx, que desenmascaraba la humillación como parte del engranaje de control; o el Subcomandante Marcos, que cuestionó en aquel gran texto: "¿Quién tiene que pedir perdón y quién puede otorgarlo?". Hoy esa pregunta interpela no a los poderosos del pasado, sino a quienes, tras haberse proclamado representantes del pueblo, han asumido el papel de nuevos inquisidores desde la cima del poder.
La debilidad democrática no reside en la voz que incomoda, sino en la incapacidad del poder para tolerarla. Una república sólida acoge la crítica como señal de vitalidad. Una democracia madura no se arrodilla, y mucho menos exige sumisión del ciudadano que se atreve acuestionar.