Han transcurrido siete meses desde el inicio de la administración de la doctora Claudia Sheinbaum Pardo, periodo en el que ha dejado claro que su gobierno no será únicamente una continuidad de la Cuarta Transformación, sino también una gestión con sello propio. Enfrentando desafíos internos y externos, la presidenta ha mostrado capacidad para sostener un liderazgo firme y estratégico en momentos complejos.
En el plano nacional, Sheinbaum ha tenido que encarar problemas estructurales como la inseguridad en diversas regiones del país y una oposición que, aunque fragmentada, mantiene núcleos de resistencia en algunos sectores. En el ámbito internacional, su gobierno ha navegado con cautela la siempre compleja relación con Estados Unidos, particularmente en temas migratorios, energéticos y comerciales, manteniendo el equilibrio entre firmeza y diálogo.
Pero quizá el reto más intrincado se encuentra dentro de Morena, partido que, pese a su hegemonía política, evidencia fracturas y pugnas internas. Como sucede en todo movimiento que alcanza el poder, las tensiones por posiciones, candidaturas y cuotas de decisión han aflorado, lo que representa un riesgo para la estabilidad del proyecto político. Frente a ello, Sheinbaum ha optado por ejercer no solo el liderazgo formal desde la Presidencia, sino también consolidarse como líder moral de su partido.
La reciente VI Sesión Ordinaria del Consejo Nacional de Morena dejó testimonio de esta postura. En seguimiento a un pronunciamiento en una “mañanera”, Sheinbaum lanzó un mensaje directo a su bancada en la Cámara Alta, advirtiendo que no hay espacio para la dilación ni para el incumplimiento de los compromisos acordados. “Voy a enviar una carta a la dirigencia de Morena, porque creo que tiene que haber reglas; no se debe adelantar nada”, sentenció. Más que una advertencia, se trató de un acto de reafirmación del liderazgo presidencial sobre las estructuras partidarias.
Este episodio no es menor. La presidenta ha dejado en claro que la disciplina interna y la lealtad institucional serán condiciones indispensables para preservar la viabilidad política de la 4T. En tiempos en que los partidos suelen ceder ante las presiones de sus propios grupos, Sheinbaum asume el costo político de exigir orden, consciente de que sin cohesión, cualquier proyecto de transformación está condenado a la dispersión.
Además, su intervención ha incorporado una dimensión ética relevante. La presidenta ha insistido en la necesidad de erradicar prácticas como el nepotismo y las candidaturas familiares, una de las demandas sociales más reiteradas en México. Según datos del Instituto Nacional Electoral (INE), el 85 % de los ciudadanos identifica este fenómeno como una de las principales causas de desconfianza institucional. Al pronunciarse contra estas prácticas, Sheinbaum no solo fortalece su narrativa de transparencia, sino que también se diferencia de liderazgos políticos que han privilegiado la complacencia con sus bases internas.
Desde luego, un solo discurso no resolverá las tensiones en Morena. Pero el mensaje ha sido claro: el partido debe alinearse con los tiempos y prioridades del gobierno. Y en este ejercicio, Sheinbaum apuesta por el pragmatismo político indispensable para gobernar en un entorno fragmentado, sin abandonar los principios que dieron origen a su movimiento.
La presidencia de Sheinbaum se perfila así como una etapa de consolidación institucional y de orden en la estructura partidaria. Si logra mantener esta línea, no solo se ganará el respeto de las diversas facciones morenistas, sino que también podría captar a un electorado cansado de las viejas prácticas políticas, en busca de referentes de autoridad y honestidad.
Al final, como en todo liderazgo político, su desafío será sostener este equilibrio entre la firmeza y el consenso, entre la disciplina y la inclusión. Por ahora, el primer mensaje ha sido contundente.