Lunes 2 de Junio de 2025 | Aguascalientes.

'HABEMUS PAPAM', DIJERON LOS ATEOS

Ikuaclanetzi Cardona González | 10/05/2025 | 13:12

Los relojes de Roma se detuvieron un instante. La chimenea sobre la Capilla Sixtina exhaló su aliento blanco y el humo subió al cielo con la parsimonia ceremonial de quien aún se sabe dueño del tiempo. El mundo -incluidos quienes no creen en nada- volvió la mirada hacia San Pedro. “Habemus Papam”, dijeron, entre la solemnidad ritual y el trending topic global.
 
Y así, fue proclamado León XIV. Un Papa estadounidense, con ciudadanía peruana y español impecable. El cardenal Robert Francis Prevost fue elegido en la cuarta votación del cónclave de 2025, convirtiéndose en el primer pontífice nacido en EE.UU. Coincidentemente, su elección ocurrió pocos meses después del estreno de Cónclave (2024), dirigida por Edward Berger. La película, basada en la novela de Robert Harris, recrea con tensión el proceso papal. Lo inquietante no fue su calidad cinematográfica, sino lo profético de sus imágenes. Mismos corredores, mismas sotanas, misma coreografía de poder. Opinólogos del internet -sin morderme la lengua- destacaron la superposición de fotogramas entre ficción y realidad. Como si el Vaticano, más que una institución, fuera ya un set que simplemente repite su papel.
 
¿Por qué aún nos importa tanto el Papa, incluso a los descreídos?
 
No es devoción. Es narrativa. Es el teatro del poder. El Vaticano entendió hace siglos -antes que Hollywood, antes que Netflix- cómo montar una puesta en escena que, pese a los siglos y las herejías, todavía consigue provocar escalofríos. El humo blanco no es solo un símbolo; es guion. Un guion con mil años de ensayo.
 
Y sin embargo, tras telones y vestiduras de alrededor de 7 mil euros -algo más de 150 mil pesos mexicanos-, sigue palpitando un sistema donde la opacidad es norma y el pecado, capital institucional. Una maquinaria que ha sobrevivido cruzadas, inquisiciones, genocidios, abusos sistemáticos y silencios cómplices. La Iglesia -institución que consagra sufrimiento y condena deseo- ha sabido reciclar su rostro sin cambiar jamás el esqueleto.
 
León XIV llega al trono de Pedro en tiempos de disidencia. Pero no como redentor, sino, para muchos, como síntoma. Su historial está lejos de ser neutro. Se le ha señalado por encubrimientos de abusos en la diócesis de Chiclayo, por posiciones hostiles hacia las personas LGBT, y por un conservadurismo doctrinal que contradice cualquier expectativa de reforma. Su nombramiento, tras la aparente apertura que simbolizó Francisco -quien al menos mostró el gesto de la misericordia y la humildad-, representa un retorno abrupto a las cavernas. El Vaticano, una vez más, ha elegido a su guardián, no a su reformador.
 
Estamos en una época donde los crucifijos ya no bastan para explicar el mundo, donde los cuerpos exigen autonomía y las almas se rebelan contra las jerarquías. Sin embargo, ahí sigue la tiara, intocable aunque ya obsoleta, coronando un poder que no necesita tanques para imponer su moral.
 
Desde el Vaticano se sigue legislando sobre úteros, sobre amores, sobre vidas ajenas. En América Latina -continente que a veces parece una parroquia con bandera-, los ecos del dogma aún retumban en los congresos. En El Salvador, las mujeres encarceladas por abortar no esperan justicia divina; esperan un indulto que nunca llega. En Argentina, cada misa contra la ley de interrupción legal del embarazo fue una antesala de discursos políticos. En México, un solo obispo tiene más micrófonos que cien feministas.
 
Y, sin embargo, muchos de esos mismos países encendieron la televisión cuando salió el nuevo Papa. Porque no importa que seamos ateos, agnósticos o apóstatas. Seguimos pendientes del humo. Lo miramos como quien espía al enemigo o a un ex que aún nos hiere. Hay en la figura del Papa una contradicción que arde. Representa todo lo que decimos haber superado, y sin embargo, nos sigue convocando.
 
Quizá sea porque en un mundo sin respuestas, la mitología aún consuela. Y el Vaticano, en eso, es experto. Ofrece sentido, aunque sea impuesto. Ofrece estructura, aunque sea de mármol viejo. Ofrece un relato que se niega a morir, aunque arrastre cadáveres.
 
“Habemus Papam”, repitieron los medios, mientras los focos giraban hacia Roma. Pero el verdadero milagro no fue la elección, sino que millones aún hayan sentido que algo importante había sucedido.
 
Tal vez sea el síndrome del imperio. Incluso después de su derrumbe, seguimos girando alrededor de sus ruinas. Tal vez sea el humo, el símbolo perfecto de una fe que ya no ilumina, pero aún enceguece.
 
O tal vez, simplemente, es que el poder -cuando sabe contarse- nunca pierde su audiencia. Porque hemos aprendido a nombrar el espectáculo, pero no la tragedia. A seguir el rito, sin interrogar su sombra. Y al hacerlo, como advirtió Camus, aumentamos la desgracia del mundo.
 
Aunque los creyentes huyan. Aunque los dogmas caigan. Aunque los atentos ateos repitan: “Habemus Papam”.