El regreso de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos ha estado marcado por una nueva etapa en su conocida estrategia de confrontación con las instituciones que cuestionan o no se alinean con su discurso. Esta vez, las universidades, símbolo del pensamiento libre y del disenso informado, se han convertido en uno de sus principales objetivos.
El caso de Harvard no es menor. Se trata de una de las universidades más influyentes del mundo, una institución privada sin fines de lucro cuyo modelo de operación, basado en la reinversión de ingresos provenientes de donaciones, matrículas e inversiones, le permite sostener una robusta agenda de investigación, becas y desarrollo académico. Con un fondo patrimonial superior a los 50 mil millones de dólares, Harvard representa no solo prestigio académico, sino también independencia institucional.
Esa independencia, sin embargo, es precisamente lo que el nuevo gobierno estadounidense parece dispuesto a confrontar. En las últimas semanas, la Casa Blanca ha intensificado presiones políticas, amenazas presupuestales y campañas de desprestigio contra la universidad, bajo el argumento de una supuesta “agenda ideológica” contraria a los intereses del país. El mensaje es claro: pensar diferente tiene un costo con Trump.
Esta ofensiva no debe leerse como un caso aislado ni ajeno. México, con sus propias tensiones políticas y educativas, enfrenta desde hace años un proceso similar, aunque de distinta intensidad, en el que la autonomía universitaria, el financiamiento educativo y la función crítica del conocimiento han sido puestas en entredicho. Las universidades públicas mexicanas, fundamentales para la movilidad social y la construcción de ciudadanía, han sido objeto de ataques velados y abiertos que buscan condicionar su agenda, limitar sus recursos o desacreditar su papel en la vida nacional.
El riesgo es evidente. Cuando se normaliza la idea de que las universidades deben obedecer antes que pensar, se abre la puerta a un modelo autoritario que transforma el aula en una extensión del poder, no en su contrapeso. Y cuando se castiga a la educación por su capacidad de generar pensamiento autónomo, lo que se erosiona no es solo la calidad académica, sino la salud democrática y las libertades en los países.
Lo que ocurre hoy con Harvard es un espejo incómodo. Si una institución con semejante prestigio, respaldo financiero y proyección internacional puede ser objeto de ataques sistemáticos por parte del poder político, ¿qué destino podrían enfrentar nuestras universidades públicas, muchas de ellas con presupuestos limitados y sujetas a decisiones unilaterales?
La conclusión es clara: defender la educación no es tarea exclusiva de académicos o estudiantes. Es responsabilidad de toda sociedad que aspire a ser libre, plural y democrática. Porque el pensamiento crítico no es un lujo, sino una forma de resistencia y progreso frente a los discursos que buscan imponer verdades únicas.
La educación no puede ser rehén de los ciclos políticos ni de las narrativas populistas que ven en el conocimiento una amenaza. Hoy, más que nunca, es necesario reafirmar que una universidad libre es la mejor garantía de una ciudadanía informada y de un país capaz de decidir su propio destino. Esta reflexión también aplica a los extremistas “woke”, que han llevado la libertad de cátedra y pensamiento a niveles de censura preocupantes. No echemos en saco roto estas situaciones y defendamos y recuperemos esos espacios universitarios de libre pensamiento.
"En un mundo de verdades impuestas, la educación libre es la última trinchera de la resistencia." -Yuval Noah Harari