Lunes 2 de Junio de 2025 | Aguascalientes.

El espejismo de la perfección y La Critica en el ciberespacio

Francisco Santiago | 06/05/2025 | 11:28

Desde que los filtros de Instagram, Snapchat y TikTok se hicieron masivos, embellecer el entorno y nuestro propio rostro se convirtió en un ritual diario. Con un solo toque, corregimos imperfecciones, aumentamos la luminosidad de la piel, afinamos rasgos e, incluso, modificamos la fisonomía para ajustarla a cánones idealizados. El resultado: hemos creado una realidad alternativa, un espejo distorsionado que oculta arrugas, granos y complejidades.
La búsqueda del “mejor ángulo” y del escenario de moda para la selfie –esa foto instantánea que debe transmitir espontaneidad– ha transformado la vida cotidiana en una pasarela virtual. Para muchos, especialmente los adolescentes, la autenticidad ha dado paso a la simulación: lo real importa menos que su representación digital.
Cada publicación en redes aspira a acumular “me gusta”, comentarios y compartidos. El trending topic convierte en irrefutable una noticia —no siempre verificada— que, gracias a la mecánica del “quien pega primero, pega dos veces”, se propaga a la velocidad de un clic. Las fake news se nutren de esta urgencia: no se busca la verdad, sino la ventaja narrativa.
La inmediatez es celebrada como un logro tecnológico, pero tiene un costo: pulveriza la reflexión. El ciberespacio se puebla de opiniones viscerales, discusiones descarnadas y juicios sumarios. Ya no hay tiempo para el matiz: el disenso se criminaliza, la crítica genuina se pierde entre el ruido y se persigue a quien osa detenerse a pensar.
Internet prometió democratizar el conocimiento. Y, en efecto, hoy cualquiera puede acceder a noticias, estudios y testimonios en tiempo real. Pero ese torrente de datos, si bien poderoso, ha generado saturación y ansiedad. Frente a la sobreabundancia informativa, muchos renuncian al análisis profundo y se conforman con titulares, tuits de 280 caracteres o videos de quince segundos.
TikTok, paradigma de la cultura de lo breve, premia lo conciso incluso en cuestiones complejas. El influencer sustituye al experto: su autoridad proviene de la popularidad, no de la formación. Y esa autoridad líquida alimenta la confusión: ¿a quién creer cuando el que tiene más seguidores impone su versión de los hechos?
En un mundo hambriento de soluciones rápidas, el demagogo florece. Promete certezas, simplifica problemas complejos y arenga a las masas con discursos emotivos. La polarización se exacerba: cada bando ve al otro como enemigo y cualquier matiz se interpreta como traición.
Las universidades, tradicionales baluartes del pensamiento crítico, son acusadas de elitismo o de complicidad con el status quo. Se les exige sumisión al viento de la opinión pública o, de lo contrario, son señaladas como irrelevantes. Así, el espacio de la reflexión sosegada se estrecha justo cuando más se necesita.
La tecnología móvil ha convertido la comunicación en un flash continuo. Estamos siempre conectados, pero esa hiperconexión erosiona nuestra capacidad de atención y aumenta la frustración ante la demora. Queremos respuestas al instante, y si no las obtenemos, nos enfurecemos.
Esa baja tolerancia a la espera ha modificado incluso el contrato social: demandamos seguridad inmediata, soluciones express a problemas endémicos. En ese caldo de cultivo, se expulsa al disidente, se coarta el debate y se celebra al “hombre fuerte” que promete mano dura. La libertad se sacrifica en aras de una seguridad ilusoria.
El mundo digital construye una ¬“sociedad del espectáculo” posfotográfica. No basta con vivir un momento: hay que inmortalizarlo, retocarlo y exhibirlo. La selfie es el icono de esta era: expresión de la espontaneidad calculada, un autorretrato que exige aplausos virtuales.
Pero esa cultura de la apariencia tiene un reverso oscuro: alimenta la inseguridad, la comparación constante y la ansiedad por la validación externa. Cada “me gusta” se convierte en un pequeño premio; cada silencio, en un reproche. Y así, la identidad se externaliza: ya no somos quienes pensamos ser, sino aquello que otros aprueban.
La profecía de Warhol se ha materializado en un escenario donde la fama es fugaz, la imagen lo es todo y la verdad se diluye en un mar de opiniones efímeras. El desafío de nuestra época no radica en renegar de la tecnología —imposible y deseable en muchos aspectos—, sino en rescatar los espacios de reflexión, reconstruir los puentes de la confianza y reivindicar el valor del pensamiento crítico.
Debemos aprender a habitar el tiempo pausado de la deliberación, a cuestionar las certezas inmediatas y a valorar el conocimiento fundamentado por encima del aplauso fácil. Solo así podremos conjurar el espejismo de la perfección y recuperar, más allá de los quince minutos de gloria digital, una fama de mayor calado: la de la sabiduría compartida y la convivencia democrática.