Entre el mito de la libertad absoluta y el peso de una violencia histórica, México y Estados Unidos mantienen con las armas de fuego una relación que no solo refleja diferencias jurídicas o de seguridad pública, sino también profundas tensiones culturales. Como espejos deformantes, ambos países proyectan en el otro sus propios miedos y obsesiones. Entender este vínculo implica revisar no solo leyes, sino narrativas nacionales que han moldeado nuestras identidades.
En Estados Unidos, la Segunda Enmienda de su Constitución consagra el derecho a poseer y portar armas, una disposición que, a lo largo de los siglos, se ha interpretado como una garantía de libertad personal y defensa contra la tiranía. Esta visión ha sido sostenida por organizaciones como la Asociación Nacional del Rifle (NRA), cuyo peso político y mediático ha sido determinante para mantener una política permisiva. De acuerdo con el Small Arms Survey 2018, en Estados Unidos existen aproximadamente 120.5 armas por cada 100 habitantes, la cifra más alta a nivel mundial. Esta normalización ha llevado a que, pese a la frecuencia de tiroteos masivos, no se logre construir un consenso nacional para endurecer la legislación vigente.
En contraste, México ha adoptado una postura más restrictiva respecto al uso de armas. Aunque la Constitución de 1917 reconoce en su artículo 10 el derecho a poseer armas en el domicilio para seguridad y legítima defensa, la Ley Federal de Armas de Fuego y Explosivos establece limitaciones estrictas sobre los tipos permitidos y las condiciones para su portación. Esta regulación, sin embargo, enfrenta severos desafíos derivados del tráfico ilegal de armas desde Estados Unidos, que abastece a grupos criminales y contribuye al deterioro de la seguridad pública. Datos oficiales de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) indican que, entre 2010 y 2023, se aseguraron en México más de 250 mil armas ilegales, en su mayoría procedentes del mercado estadounidense.
Más allá de lo normativo, la diferencia en las políticas y actitudes hacia las armas entre ambos países refleja aspectos más profundos de sus respectivas culturas. En su ensayo El laberinto de la soledad, Octavio Paz explora la identidad mexicana y su relación con la historia, la autoridad y la violencia. Paz sostiene que el mexicano tiende a ocultar su verdadero yo detrás de máscaras, resultado de una historia de conquistas, traiciones y revoluciones que han dejado una huella de desconfianza y resignación. Esta perspectiva permite comprender por qué, a pesar de los niveles de violencia, México ha optado por una regulación más estricta de las armas, privilegiando soluciones institucionales y colectivas por encima de la autodefensa individual armada.
En Estados Unidos, la cultura de las armas está profundamente arraigada en su historia nacional, desde la lucha por la independencia hasta la expansión hacia el oeste. Esta tradición se ha visto reforzada por una narrativa que vincula las armas con la autosuficiencia y la protección de las libertades civiles. No obstante, esa misma cultura ha propiciado una proliferación descontrolada de armas y una serie de crisis en términos de seguridad pública y salud mental que, en años recientes, han ganado centralidad en el debate político.
La interconexión entre las políticas de ambos países se evidencia en el fenómeno conocido como el “río de hierro”, que describe el flujo constante de armas desde Estados Unidos hacia México. Este tráfico ilegal ha fortalecido a organizaciones criminales y exacerbado la violencia, demostrando que las decisiones políticas y culturales en una nación generan consecuencias tangibles en la otra. Detrás de este trasiego se ocultan intereses comerciales multimillonarios y una cadena de corrupción que atraviesa fronteras, instituciones y mercados formales. Lo que para unos es un negocio inagotable, para otros es una tragedia cotidiana que erosiona comunidades y gobiernos. La codicia, alimentada por la industria armamentista y las redes ilícitas, ha distorsionado cualquier intento genuino de enfrentar el problema con seriedad y visión de Estado.
Hace unos días, el Congreso mexicano aprobó una reforma significativa a la Ley Federal de Armas de Fuego y Explosivos, buscando actualizar un marco legal vigente desde 1972. Se introduce un nuevo delito: la venta de armas a través de plataformas en línea y otros métodos de comercio electrónico, con el objetivo de cerrar una vía importante que los traficantes utilizan para distribuir armamento ilegalmente en el país. La reforma también permite que ejidatarios, comuneros y jornaleros del campo puedan poseer en su domicilio rifles calibre .22 o escopetas de cualquier calibre, siempre que no excedan ciertas especificaciones técnicas.
La relación de México y Estados Unidos con las armas refleja no solo diferencias legales y políticas, sino también visiones contrastantes sobre la libertad, la seguridad y la identidad. Mientras que Estados Unidos enfrenta el desafío de equilibrar derechos individuales con la necesidad de seguridad colectiva, México busca contener la violencia en un contexto de debilidad institucional y complejidades socioeconómicas.
Y entre tanta bala extraviada, no falta quien crea que la solución llegará solo con una mañanera o una orden ejecutiva de Mr. Trump. ¿Nuestros gobernantes, tan armados de discursos como desarmados de acciones estructurales, seguirán buscando en el espejo del otro una respuesta que no encuentran en su propio reflejo?
“Las balas cambian más los gobiernos, que los votos.”
El señor de la guerra